[Publicado originalmente en Revista Penúltima]. Si la locura es la herida por la que se desangra el discurso ordenado sobre el mundo, quizás la escritura se defina como esa otra hendidura, esa incisión, que araña una superficie ―hueso, piedra, arcilla, cera, arena― para dotarla de sentido. No hay delirio del todo inaprensible desde el momento en que las propias palabras constituyen un sistema pautado, un modo de expresión cuya gramática, vale, tal vez se nos escape a quienes no hemos dado el paso definitivo hacia el abismo. Locura y escritura, más allá de cualquier romanticismo, configuran así, en ocasiones, parte del poliedro de las conciencias desquiciadas. Quizás por ello narrar ese vórtice exija una voz acostumbrada a los meandros del lenguaje, una voz que no tema a la fuga, a la experimentación, a exprimir todas las posibilidades del idioma. Una voz, en definitiva, tallada en la forma poética. Raúl Quinto, poeta y narrador singular, cumple esos requisitos, de modo que ya podemos afirmar que La canción de NOF4 es un libro tan bello, además de exquisitamente editado por Jekill & Jill, como delicado en el trato a sus protagonistas.
NOF4 es una de las múltiples firmas que tuvo Fernando Oreste Nannetti (1927-1994), oficialmente un loco recluido hasta el año 1979 en un manicomio de la provincia de Pisa gracias a la pervivencia de las leyes fascistas durante las primeras décadas de la democracia italiana. Su obra: setenta metros de muro en el patio del manicomio escritos día tras día con la hebilla de su chaleco de «contención». Setenta metros de metáfora: el muro de su prisión sanitaria convertido en el lienzo donde grabar lo único que le liberaba, ese flujo de palabras, de incisiones.
Hoy Nannetti se ha convertido en un personaje de culto para los aficionados al art brut, el arte despojado de toda connotación formal, el arte desnudo y en cierto modo primitivista. Y ese es el riesgo: convertir a Nannetti en personaje y, por tanto, deshumanizar a alguien que pasó buena parte de su vida encerrado entre muros y pastillas a causa de una concepción punitiva de la psiquiatría. Este libro, de hecho, es también un viaje que parte de la fascinación por el personaje y arriba a la persona.
Esta es la canción de Nannetti, sí, pero también la de tantos otros locos que trataron de coser, a veces de manera literal, un discurso que les atara al mundo. En el caso de Nannetti con tal obstinación que los restos rescatados de su muro aún se pueden visitar en el museo de un nuevo psiquiátrico, o bien, mientras el tiempo los termina de derribar, adentrándose sin permiso en las ruinas del viejo manicomio. Eso significa el muro de Nannetti, la constatación de que la escritura, que nace como incisión aún rastreable en su etimología, es la única manera de perdurar o, lo que es lo mismo, de decir «Este soy yo y aquí estoy».
Nunca habríamos llegado a esas paredes de arena y cola, ese blando revoque sobre el que Nannetti cada día grabó el mundo de su psique, si el celador Aldo Trafeli no se hubiera obstinado en ello. Esta es también su canción. Dice Raúl Quinto en los agradecimientos que el hijo de Trafeli le pidió que tratara con respeto el legado de su padre. Ignoro si ha llegado a leer este libro. Quiero pensar que sí y que, igual que yo, ha salido de la lectura conmocionado por todas estas palabras. No hay mejor homenaje a la locura, a los locos y al asidero de la escritura que la hermosa mirada, igualmente hecha de incisiones en una página en blanco, de este libro de Raúl Quinto.
P. D: La luz y el sonido tienen la misma longitud de onda.