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Mi amiga Leticia, refugiada política colombiana con dos hijos a su cargo, es una de esas miles de personas sin posibilidades de encontrar un empleo, pero a las que se les deniega todo subsidio porque incluso para la izquierda únicamente el trabajo dignifica.
[Publicado originalmente en elDiario.es.]Toda campaña electoral que pretenda vender el trabajo como forma de mejorar nuestras vidas, como la manera más legítima de acceder a la renta, demostrará que desconoce la realidad social del territorio, especialmente golpeada desde la crisis de la Covid. Andalucía no es una excepción en el conjunto del Estado, antes al contrario, y el paro estructural de la región ronda el 20%. Pero eso son solo cifras, así que me voy a permitir poner rostro a los fríos datos: en concreto, el de mi amiga Leticia, como la llamaré aquí, y el de su hija y su hijo, ahora ya mayores de edad.
Leticia ya conocía España cuando en 2019 llegó con sus hijos desde Colombia en calidad de refugiada política. Había venido en numerosas ocasiones como miembro de una ONG colombiana y, de hecho, el Gobierno español había financiado alguno de sus programas para trabajar con mujeres de las zonas en conflicto armado. Ahora, sin embargo, esa misma administración comenzó a tratarla como una paria, una apestada, una sin papeles, en definitiva. ¿Se acuerdan del confinamiento, verdad, aquellos cien días de reclusión domiciliaria? Ella los pasó con sus dos hijos en la explanada del parking de una iglesia situada en uno de los barrios más castigados de Málaga, donde les dejaron meterse en el galpón que la parroquia usaba como almacén y en el que tenían instaladas algunas literas. Habían vencido los doce meses que duraba su programa de refugiada, y ahora, aunque con el asilo concedido, sencillamente quedaba fuera. En plena pandemia, en pleno confinamiento. Con dos hijos. A un parking.
Después comenzó su pesadilla kafkiana por las administraciones local, autonómica y estatal: trabajadores sociales que invariablemente le decían que se olvidara de mejorar su currículo académico, que jamás obtendría beca alguna para estudiar en España, que de nada le valían sus títulos universitarios colombianos, que lo que le correspondía, como mujer latinoamericana, era cuidar de ancianos y dependientes de pura cepa española. Cuanto antes lo aceptara, mejor para todos. Como su ánimo es inquebrantable, se puso a estudiar y montó incluso una asociación de mujeres colombianas (que en estos meses ha prestado en frontera ayuda a refugiados ucranios, por cierto). Acabó, claro, cuidando a ancianos y dependientes de DNI español, casi siempre en condiciones de semiesclavitud y clandestinidad, pero no dejó de agotar todas las vías burocráticas.
Esto de los plazos que caducan es una cantinela recurrente: todas las administraciones le exigen costosos documentos que debe conseguir, a través de intermediarios, en Colombia, para luego ser sellados en La Haya
El descubrimiento fue atroz: nuestra burocracia no está diseñada para ayudar a los sectores vulnerables, sino precisamente para obstaculizarles el acceso a toda ayuda. De hecho, resulta tan intricada que a veces sus propios gestores ni siquiera la conocen del todo, si es que no se ven impotentes o actúan de forma caprichosa. Ahora mismo, el bono municipal que, por 14 euros, le da derecho a llevarse 50 euros en alimentos de un lejano economato, le ha caducado por la desidia funcionarial. Es solo un ejemplo: en estos tres años le han denegado sistemáticamente todo subsidio con argumentos tan peregrinos como que su expediente se había quedado en la mesa de un funcionario que ahora estaba de baja, y por tanto ya había caducado. Seguir leyendo «Morir de hambre, pero sin molestar y con decencia»