Ahora nos parecen ridículas expresiones como “líder político”, “ministro”, o no digamos ya “presidente del gobierno”.
[Publicado originalmente en elDiario.es] En la primavera del año 2020 España entró en estado de alarma, que era la figura jurídica que permitía al gobierno restringir derechos fundamentales y confinar a la población en sus hogares. Uno ponía la televisión y solo encontraba hospitales saturados, sanitarios exhaustos, cadáveres de ancianos abandonados en residencias y cifras ascendentes de muertos, miles de muertos, decenas de miles de muertos. Daba igual la parte del mundo. En cualquier país se improvisaban morgues, el ejército patrullaba las calles o trasladaba ataúdes, a veces en interminables hileras de camiones. Para comprar alimentos había que esperar en colas al exterior, siempre enfundados en guantes, mascarillas improvisadas en casa y convenientemente separados del resto. Ni siquiera los niños tenían permitido salir a la calle. De alguna manera debían seguir telemáticamente el curso escolar, pero muchos no tenían medios para hacerlo o sus padres no podían estar pendientes de ellos las veinticuatro horas diarias que ahora debían convivir. Ellos también trabajaban a distancia si su empleo no era de los considerados esenciales y si no habían sido despedidos. Sectores económicos enteros se descalabraban, y no estaba claro que todo el que saliera indemne de la pandemia fuera a sobrevivir a una crisis que iba a camino de dejar la de 2008 en una anécdota.
El fin de esas medidas, la apertura de fronteras y la llegada del verano acabaron precipitando otra ola de contagios, de manera que en otoño el gobierno recurrió nuevamente al estado de alarma, esta vez sin confinamientos domiciliarios. No cabía duda de que en esta ocasión los hospitales estaban mejor preparados, que la población más vulnerable se protegía en mayor medida y que los contagios entre los jóvenes, desatados tras el encierro de la primavera, por norma general no requerían ingresos clínicos. Con todo, los muertos diarios se contaban otra vez por cientos. Uno pisaba la calle y se veía rodeado por una multitud cautelosa, precavida. Las colas se extendían por los aceras de los establecimientos para no superar los nuevos aforos de interior, y en ellas todo el mundo guardaba un metro y medio de distancia entre sí, apenas se cruzaban brevísimas charlas si se coincidía con un vecino y hasta parecía que por una vez la gente no se comunicaba a gritos, porque se sabía que eso aumentaba las posibilidades de contagio. Ni siquiera estaba permitido fumar en las terrazas de los bares. Ahora nos saludábamos con un choque de codos o la mano en el corazón y, por mucha mascarilla que lleváramos, un observador atento podía apreciar una diferencia sutil en las conversaciones: todos hablábamos como en posición de retroceso, como si estuviéramos a punto de marcharnos, siempre a un brazo de distancia de ese conocido con el que nos topábamos, del antiguo colega de trabajo, de un compañero de un curso al que con la mascarilla casi ni habíamos identificado. En la calle uno se contemplaba como desde fuera, desdoblado, en tercera persona.
Por si fuera poco, la movilidad había quedado restringida. Nadie podía circular por la vía pública en horario nocturno, ni desde luego desplazarse a otro municipio. Solo con la llegada de la Navidad se aliviaron, en cierta medida, algunas de esas restricciones.
Esas mismas Navidades, a la vez que una nueva cepa del virus multiplicaba los contagios, por fin comenzaba en todo el continente la campaña de vacunación. Era un hito impensable tan solo unos meses atrás y que únicamente se consiguió gracias al esfuerzo conjunto de científicos de todo el globo, por una vez libres de intereses geopolíticos.