[Publicado originalmente en Revista Penúltima]. Siempre es verano hasta que la memoria «se seque como una fruta expuesta al sol». Lo sabe «el escritor», ese personaje y narrador que desde la distancia de la madurez contempla a «el niño» y luego a «el chaval», esa voz que, ya curtida por la vida y, tal vez, por los desengaños, vuelve a un distante verano que es, todo él, una frontera.
Alejandro Pedregosa, poeta y narrador, ha escrito una bellísima novela sobre las lindes que, a la fuerza, debemos traspasar: la que separa la niñez de la adolescencia, la que separa la ingenuidad de la verdad, la que separa la amistad del desencanto, el amor del sexo, la familia del secreto. En suma, también la linde que, una y otra vez, le señala al narrador su doble pertenencia, y que en realidad es una de tantas, la de haber nacido y crecido en el último límite del barrio meridional de una ciudad de, por qué no, la Costa del Sol.
Ese barrio sur, aún en su último confín, marca la pertenencia a una posible infancia, a una posible familia, sin ahogos a fin de mes y con biblioteca en casa, pero, como toda frontera, es porosa. ¿Pertenece de verdad «el chaval» a ese mundo, cuando su madre, viuda, tiene tienda en el otro lado de la raya divisoria? ¿Pertenece a ese mundo cuando el instituto en el que estudiará se ubica en ese otro distrito, en el barrio norte, donde ha crecido a golpe de balón en una plazoleta de la que, poco a poco, desaparecieron los mayores para caer en el pozo de la heroína que se tragó en los ochenta a media generación?
Todas esas fronteras marcan el último verano de la infancia, o el primero de la edad adulta, del protagonista. Por eso comprendemos que Siempre es verano, en realidad, encierra un deseo imposible: el de que continuemos viviendo en ese despertar, el de que podamos fingir, en una playa con los amigos, que aún no sabemos bien de qué va esto de la vida.
Es esta una novela de ritos de paso, una novela de iniciación, que reclamaba una voz, lírica pero firme, como la que Pedregosa le ha sabido imprimir para no caer en tópicos ni estereotipos. Desde el primer párrafo la mirada del narrador arroja una ternura que no abandonará en el resto de páginas, y que, con pericia, sorteará siempre el sentimentalismo o la cursilería. Y no faltan episodios amargos, giros tan inesperados como solo un verano de frontera puede deparar.
Con esa prosa limpia pero profunda, «el escritor» nos hará cómplices de sus recuerdos, de su regreso a la plazoleta, a la habitación del abuelo impedido, a los espigones, a la tienda, a la playa, a la mirilla de la edad adulta. Nos hará cómplices Pedregosa porque desde esa primera línea la honestidad será descarnada: ya he traspasado la frontera, parece decirnos «el escritor», igual que vosotros, y de nada sirve la nostalgia, pero necesitamos compasión para mirar qué fuimos y entender así qué somos.
A mí me ha conmovido, tanto que me ha sabido a poco. ¿Por qué no sabemos más, por ejemplo, de Anabel, esa adolescente adelantada que, exijo, vuelva a aparecer con más enjundia en otra novela? Si resulta así, espero que sea en una edición con el mismo buen gusto que ha tenido para esta Sonámbulos, editorial poco dada a la narrativa. Se ve que también ella ha querido traspasar otra frontera. No pongan, pues, la memoria a secarse al sol como una fruta, y quédense en este verano perpetuo.