[Artículo que firmo junto a Curro Machuca en el blog de la Fundación de los Comunes, alojado en el Periódico Diagonal. Foto de Álvaro Luna]
No hay mejor manera para describir la capital de la Costa del Sol que un día sin sol, incluso más: un día nublado o, ya puestos, un día lluvioso, como fueron los primeros de este otoño. Después de largos meses de pertinaces cielos despejados, de pantanos exhaustos, del temor a nuevas restricciones en el uso del agua –que, como siempre, no afectarían al riego de los campos de golf: desde hace años el reclamo turístico de las instituciones ha cambiado lo de Costa del Sol por Costa del Golf– por fin las nubes superaron la barrera de Las Pedrizas y descargaron sobre Málaga.
El cogollito peatonalizado del Centro Histórico agradeció el agua. Bajo el obelisco, Torrijos y todos sus héroes se solazaron satisfechos; a unos metros de distancia es de suponer que el espíritu de Picasso, metido en su casa natal, también se regodeaba. Además, las funciones teatrales que la Junta de Andalucía habían programado en el Teatro Romano de Málaga terminaron una semana antes, así que la lluvia no las iba a arruinar. Tal vez lo lamentaron los guiris en la cola del Museo Picasso, aunque cuando entraran en su interior y descubrieran el batiburrillo de obras menores quizás salieran rápido de nuevo a mojarse y optaran por un paseo hacia el Thyssen, donde creerían que iban a ver una exposición sobre la España negra de Regoyos. Lo cierto es que sus mejores cuadros de esa época se habían quedado en otros museos, pero por lo menos esos candorosos visitantes no habrían de encontrar goteras.