[Recuperados: publicado originalmente en babab.com].

Para hablar de la última y decepcionante novela de José Saramago (Azinhaga, 1922) conviene, en primer lugar, remontarse en la trayectoria del Nobel portugués. Conviene hacerlo porque es autor de una producción insoslayable que abarca desde Memorial del convento, aparecida en 1982, hasta Ensayo sobre la ceguera, publicada en España en 1996 y su obra cumbre («Más lejos o más alto, o más hondo que esto, sé que no llegaré»). Es decir, seis novelas extraordinarias, amén de incursiones en otros géneros, que convierten a Saramago en uno e los escritores fundamentales de la segunda mitad del siglo XX. Luego nos extenderemos sobre este punto.

Dicho esto resulta paradójico que cuando comenzara su declinar, esto es, con la publicación de Todos los nombres en 1997 (1998 en España), la Academia sueca le otorgara el Premio Nobel. En realidad, aquella época del Nobel fue la de mayores decepciones para sus lectores, que son legión. En primer lugar porque poco antes Alfaguara había traducido en un solo volumen los tres primeros tomos de sus diarios (Cuadernos de Lanzarote, de cuya segunda entrega española está sacada la cita anterior), hasta ese momento editados anualmente por su editorial de siempre, la lisboeta Caminho. Aquello era un acontecimiento, porque Saramago es uno de esos escritores que despierta algo así como un fenómeno de fans, valga la licencia. Y esos fans, entusiasmados con aquellas seiscientas páginas que se prometían llenas de lucidez, se encontraron con tres años de anotaciones tan peregrinas como el color de las baldosas de su casa y poco más. Lo peor era que esas páginas de vida cotidiana tenían más de cotidiano que de vida y no dejaban vislumbrar al hombre tras el autor afamado. Como ha escrito con acierto García Martín un diario debe ser básicamente literatura, aunque sea autobiográfica, y estar despejado de «peso muerto, anotaciones que quizás un día tuvieron interés para al autor, pero que ya no lo tienen para nadie». Según afirmó Andrés Trapiello -y creemos que razonablemente- en el marco de unas conferencias que más tarde publicaría Península bajo el título El escritor de diarios, Saramago no se ve a sí mismo como un humilde ratón, al modo de los mejores diaristas, sino como león, y a los leones les preocupan cosas como la concesión del Premio Nobel o los comentarios de la prensa extranjera sobre su obra. En el reciente libro Conversaciones con Saramago que ha publicado la editorial Icaria, el escritor afirma que: «En el plano personal tengo todos los motivos para ser optimista. Pero tengo uno que me amarga la vida, y que se llama mundo». Y quizás sea ése el problema de estos diarios, que cuando Saramago intenta hablar de algo diferente a esa amargura llamada mundo encontramos sus palabras de escaso interés. Apenas entresacamos reflexiones de un hombre, apenas hay literatura, apenas hay vida, apenas hay retratos de lo que le rodea, apenas hay motivaciones, introspección o sentimientos.

Poco antes de esos diarios también Alfaguara había publicado Ensayo sobre la ceguera, la primera novela que editaba del portugués tras dejar éste Seix Barral y que, ya lo hemos dicho, era deslumbrante. Por eso, aunque sólo sea por contraste, el batacazo que supuso para sus lectores los diarios fue inmenso. No se recuperaría, porque después llegó Todos los nombres.

Todos los nombres, al igual que esta El hombre duplicado, no es una mala novela, ni mucho menos. Ya quisieran infinidad de autores firmar un relato así. Simplemente es una novela que no está a la altura de sus autor. Para muchos, de hecho, es su peor novela, a lo que no ayuda que por primera vez -en lo que a novela se refiere- dejara de ser su traductor el excelente Basilio Losada. Remontaría el vuelo, sin alcanzar cotas anteriores, con La caverna, pero esa ilusión vuelve a desvanecerse ahora con El hombre duplicado, de la que cabe decir lo mismo: no es ni por asomo mala literatura, pero no es Saramago. Por eso afirmábamos al principio que es una novela decepcionante, y creemos que ése es el calificativo justo. Probablemente la explicación a todo ello la encontremos en las hermosas palabras que Saramago pronunció con motivo de la entrega del Premio Nobel. Con ellas el propio escritor confesaba cuál había sido su intención concreta a la hora de escribir cada una de sus novelas, y quizás sea eso -una intención concreta- lo que se echa en falta en El hombre duplicado. Recordemos algo de esas palabras.

SARAMAGO HABLA DE SU OBRA

Sobre Memorial del convento no cabe mejor síntesis que la de

«Un padre jesuita que inventó una máquina capaz de volar y subir al cielo sin otro combustible que no sea la voluntad humana, ésa que según se viene diciendo todo lo puede, aunque no pudo, o no quiso, hasta hoy, ser el sol y la luna de la simple bondad o de todavía el más simple respeto».
Precisamente sobre la voluntad, o la ausencia de ella por mejor decir, también habla El año de la muerte de Ricardo Reis, recorrido por el verso «Sabio es el que se contenta con el espectáculo del mundo». Dice Saramago:

«(Me atreví) a escribir una novela para mostrar al poeta de las Odas algo de lo que era el espectáculo del mundo en ese año de 1936».
Y es que no vale ese contentarse pasivo, sino que es deseable, como dice a propósito de La balsa de piedra, que nuestra Península fuera

«Camino de una utopía nueva. (…) Europa, finalmente, como ética».
Aunque para ello haga falta subvertir la realidad o como en el caso de El cerco de Lisboa, escribir «subvirtiendo las verdades históricas», porque «todo cuanto sea vida es literatura».

Fue quizás El evangelio según Jesucristo el que más disgustos a nivel personal le causó. El gobierno conservador de Aníbal Cavaco Silva, allá por 1992, impidió -debate parlamentario incluido- que la novela concurriera al Premio Europeo de Literatura, pues consideraba que el libro en cuestión «ataca principios que tienen que ver con el patrimonio religioso de los cristianos». Este desafuero medieval perpetrado contra el que unos años más tarde sería el único Nobel de lengua portuguesa hasta la fecha, provocó que Saramago, zaherido, sustituyera la residencia de su país por Lanzarote. En aquella novela, Saramago indagaba en el alma humana y los valores de la misma con una profundidad inusitada incluso en él, digna de admirar, sobre todo para cualquier cristiano que se precie de tal. El origen del libro partía de una lectura crítica del Nuevo Testamento, en el que no comprendía

«la matanza de los Inocentes (…), que pudiese haber mártires de una religión que aún tendría que esperar treinta años para que su fundador pronunciara la primera palabra sobre ella (…), que no hubiera salvado la vida de los niños de Belén la única persona que lo podría haber hecho, (y no comprendía) la ausencia, en José, de un sentimiento mínimo de responsabilidad».
Y es que quizás (habla ahora sobre Ensayo sobre la ceguera)

«estamos ciegos (…), el hombre dejó de respetarse a sí mismo cuando perdió el respeto que debía a su semejante».

LA ALEGORÍA

Como se puede ver, un denominador común en sus obras y una de las razones que hacen a Saramago uno de los grandes en el siglo XX -como decíamos antes- es su capacidad alegórica, que entronca, y de algún modo supera, a autores como Kafka. Saramago pertenece a esa estirpe de escritores que cree que la literatura debe articularse en torno a una idea que ayude a explicar o a cuestionar problemas de nuestro mundo o nuestro alma («…como si hasta el Evangelio hubiese andado describiendo una estatua -confiesa en sus diarios- y a partir de entonces hubiese pasado al interior de la piedra»). Son numerosos los escritores con esa concepción literaria, pero muy pocos los que persisten en su propósito y al mismo tiempo hacen literatura de verdad. Saramago solventa con maestría ese dilema. Y lo logra, entre otros motivos, gracias a su poderosa imaginación.

El autor parte de una inquietud, como acabamos de ver resumido en sus propias palabras, y busca una anécdota que haga estallar un argumento para desarrollar e investigar en esa inquietud primigenia: la Península Ibérica que se desgaja del continente, la vuelta a Portugal de un heterónimo de Fernando Pessoa, una plaga de ceguera que se contagia vertiginosamente, etc. Atrapa al lector porque su fantasía no se agota en esa anécdota, como puede suceder con escritores como Juan José Millás, por ejemplo, cuyas novelas carecen del aliento de las del Nobel porque no logra, como sí logra éste, conducir el argumento desde la anécdota y que la novela no se agote en unas cuantas páginas iniciales de pleno ingenio, pero poco más.

El talento de Saramago crea una metáfora que recorre todo el relato, que se introduce en sus personajes, en la historia de cada uno de ellos hasta atarles con un vínculo ineludible, a veces mediante muchas de las mejores páginas de amor jamás escritas, pero sin que esto los aleje del argumento general, sino que juntos sean conducidos y ahonden en la idea que, desde el inicio, Saramago tenía previsto comunicar. La balsa de piedra es quizá el ejemplo paradigmático: si un terremoto en Los Pirineos desprende a la Península del continente, nos vemos obligados españoles y portugueses a romper ese desconocimiento mutuo que nos hace mirar más al resto de Europa que a nuestros propios vecinos, geográficos o culturales (no se olvide que la novela fue publicada el año de ingreso de ambos Estados en la Comunidad Económica Europea).

Y ahora, dicho todo esto, cabe preguntarse: ¿qué quería contarnos Saramago con el simbolismo resultón de La caverna; qué con esta historia alargada de El hombre duplicado? Digamos ya algo sobre su última novela.

EL HOMBRE DUPLICADO

En El hombre duplicado Saramago vuelve a recurrir a una anécdota llamativa que desencadena toda la trama. En este caso se trata de un profesor de Instituto que descubre viendo un película a un actor idéntico a él. Como siempre, la imaginación de Saramago engancha al lector ya desde el primer capítulo y lo hace, también como es habitual, seguro de que su oficio conseguirá que esa sorpresa inicial no se olvide ni quede en un mero recurso con el avance de las páginas sucesivas. Tenemos, pues, otra novela alegórica. Y bien, ¿cuál es la metáfora? Tal vez no sea otra que la de la uniformidad de las personas. Un tema, como todos los que elige el portugués, apasionante y que comporta un sinnúmero de interrogantes. A saber: ¿qué nos hace únicos, en qué se basa nuestra individualidad, nuestras peculiaridades, somos acaso un mero producto de nuestra época, nuestra cultura, nuestro entorno, y por eso mismo esencialmente similares a tantos otros, apenas distinguibles por nuestro aspecto físico o por nuestra vestimenta? ¿Somos lo que creemos ser, o ni siquiera eso? La lista de preguntas podría ser interminable y no pretendemos agotarla aquí. Baste constatar una vez más la capacidad de Saramago para remover en lo más íntimo del lector. Y sin embargo, nos encontramos con ciertos defectos, que son los mismos que lastraban la lectura de Todos los nombres.

Lo mismo que allí, en El hombre duplicado es un único y solitario personaje quien casi exclusivamente arrastra la trama. Tengamos en cuenta que dos de las mayores destrezas de Saramago son precisamente la de los diálogos y las historias de amor. Pocos diálogos más inteligentes y amenos se han escrito y pocas historias de amor tan conmovedoras y reales se pueden leer. En Todos los nombres Saramago recurría a excusas endebles para hacer hablar a su protagonista, como era la visita a una vecina sin peso en el argumento, por ejemplo, y la soledad de su personaje impedía un despertar amoroso -en eso consisten sus relatos de amor- en el verdadero sentido de la expresión, por mucho que algunos vieran en el libro una novela romántica. En La caverna, el despertar amoroso entre dos ancianos y sus conversaciones recordaban las mejores páginas del portugués, y entre otros motivos por eso decíamos al principio que era mucho mejor novela que Todos los nombres y que este El hombre duplicado. En ésta, hay más un desencuentro amoroso que un verdadero despertar, y cuando quiere ser tal parece como traído por los pelos y sin la profundidad de antaño. En cuanto a los diálogos, para amenizar las reflexiones del protagonista y hacerlo mediante asombrosas conversaciones, echa mano directamente a una figura imaginaria, el Sentido Común, que da la réplica al protagonista. Es un truco poco elegante, y a priori sin mayor importancia, pero sintomático si reiteramos que estimamos a su autor muy por encima de esta obra. Error menor también, pero llamativo, resulta que el protagonista, no sin cierta pedantería, se explaye sobre el episodio del caballo de Troya que Homero recogiera en La Ilíada, cuando jamás habló Homero sobre semejante leyenda, sino que la versión más conocida hoy día entre nosotros en tan posterior como que fue escrita por Virgilio en su Eneida.

Puesto que no queremos desentrañar la trama de la novela, baste decir que consideramos dos los defectos principales. En primer lugar, el desarrollo está excesivamente alargado y a veces mediante artificios muy pocos comprensibles. Por ejemplo, concertar citas por carta, en lugar de por teléfono. Y entroncamos así, de algún modo, con el segundo defecto, a nuestro entender: el de la abundancia de simbolismos. Si los personajes no acuerdan por teléfono los lugares donde verse y lo hacen mediante planos enviados por carta, por seguir con el mismo ejemplo, se debe al carácter simbólico que siempre entraña un mapa, y cada cual que lo interprete a su modo. Era éste quizás el defecto principal de La caverna, y aquí, sin ser tan obvio, se repite. Se diría que Saramago está de algún modo supeditando sus argumentos a símbolos más o menos metafóricos, lo que es constante en su obra, pero últimamente abusa de ellos. Paradójicamente, el aparente esfuerzo de imaginación que se supone para la búsqueda de símbolos puede entrañar precisamente la escasez de ideas, en el mejor de los casos, ya que un pasaje simbólico conlleva un espectro tal de interpretaciones que eximirían a su autor de expresar palmariamente un pensamiento concreto. Podría argumentarse también, y sería -valga la expresión- el peor de los casos, que Saramago se considera asentado en el Olimpo de los novelistas y que, por tanto, debe expresar sus ideas siempre -y en este «siempre» radica el problema»- metafóricamente, casi a modo de parábolas. No lo sabemos y tampoco lo creemos, pero admiradores hay que opinan lo contrario.

Da la sensación de que El hombre duplicado se agota mucho antes de su final, o que en realidad atraviesa una parte central perfectamente prescindible. A diferencia de obras anteriores, se diría que las preguntas que plantea la historia y su hipotética resolución no están unidas por un puente argumental consistente, aunque el buen oficio de Saramago lo enmascare tras peripecias más o menos ingeniosas pero que aportan bien poco a la resolución de la trama. En cualquier caso, el dominio y la depuración en el estilo que Saramago ha alcanzado con los años, logran que la lectura no resulte en ningún momento farragosa o aburrida. Si es cierto que topamos con puntos muertos en los que parece que la historia va a la deriva, no menos cierto es que, cuando uno quiere darse cuenta, ha devorado esas páginas con la misma delección que cualquiera de las otras.

Por lo tanto, cabe concluir que El hombre duplicado atesora una calidad literaria poco común en nuestros días, pero que, lo mismo que las novelas anteriores a Memorial del convento -cuando Saramago se daba a conocer como novelista y no cabía nada que esperar de él- y que las posteriores a Ensayo sobre la ceguera, es ésta una obra menor dentro de su excepcional producción. Pero la diferencia entre sus primeras obras y las últimas radica en que si en aquéllas no cabía nada que esperar, en éstas sí lo había, y mucho. Así las cosas, este más que recomendable El hombre duplicado resulta una novela decepcionante. Pero sólo porque la ha escrito un autor de la talla de José Saramago.