«Somos polític@s en las asambleas, personales en la cotidianeidad. Con tantas asambleas al día podemos considerar que las asambleas son parte de nuestra cotidianeidad, luego somos político-personales. Al final va a ser cierta la frase de que lo personal es político». Mar Traful (Por una política nocturna).

En nuestro tiempo, la fábrica como lugar de explotación del obrero ha sido sustituida por la metrópolis como lugar de explotación del precario, de la precaria. El trabajo inmaterial es el nuevo elemento del que se reapropia el capitalismo. Nuestras estructuras relacionales, nuestra cultura compartida a través de licencias libres y códigos abiertos, nuestros flujos de saberes en constante recombinación mediante el catalizador que son los centros sociales, nuestra sexualidad y nuestra emotividad desertoras del heteronormativismo, nuestros cuidados, nuestra aspiración a la sostenibilidad ecológica, a la libre movilidad y a una ciudadanía global, nuestro rechazo al chantaje del trabajo asalariado como único medio de acceso a la renta, sólo pueden ser subsumidos por un poder igualmente etéreo, un biopoder.

Si uno se lo cree, se incluye dentro de ese “nosotros”, de ese “nosotras».

Incluirse en ese plural supone fluir por un sistema circulatorio casi cerrado. Uno se convierte en un glóbulo más, indudablemente rojo, pero glóbulo al fin y al cabo. Eso significa que sólo mediante un desangrado puede escapar. Incluirse en ese plural no es ingresar en el gueto, es renunciar a fugarse de él. Basta con pensar cuántos amigos tiene uno fuera de la militancia.

Felizmente, el cerco que nos rodea no es de rígidas alambradas, sino de un material flexible, que nos permite ir de ciudad en ciudad sin sobrepasar jamás su perímetro. Hablamos con los demás en esas otras ciudades y en nuestras palabras reconocemos una bibliografía común. Nos hemos construido, cada uno por su lado, en los andamios de cientos de asambleas, y sabemos que la política mediatiza nuestras relaciones. Eso evita la obligación de romper el hielo, pero impide también que al conocer a alguien no lo pasemos por el filtro de la política. Imagina uno un día ventoso en el que sale a la calle para caminar junto al mar revuelto, aspirar el aire áspero y dejar que el rumor de las palmeras agite algo lleno de nostalgia. Sencillamente, eso es lo que a veces nos falta: caminar cerca de las palmeras.

Nos falta poesía.

El criterio político nos viste, nos alimenta, nos lleva al cine, a las bibliotecas. Sabemos que debemos politizar nuestros cuerpos. Los hombres hemos heredado una incapacidad estructural para teorizar sobre la masculinidad, por cuanto pondría en peligro nuestro rol dominante. Comprendemos que los varones debemos resexualizarnos y aceptar, entre otros factores, nuestra homosexualidad constitutiva. Pero tal vez hemos llegado a un punto exagerado. Ahora alcanzamos orgasmos como quien arenga a la multitud y usamos condones como pasamontañas zapatistas para la polla. Y a veces cansa. Por fortuna, somos alegres porque no entendemos el sacrificio si no inventamos una recompensa, siquiera una lúdica. ¿Por qué, entonces, a veces cansa? La falta de poesía, nuevamente. No es ya el rumor de palmeras; es incluso más sencillo. Es que hay mañanas en las que uno despierta con el ánimo antimetafórico, y enfrentar el día sin un poco de literatura equivale a estar expuesto a las hostias del realismo.

Cuando una reunión de verano sobrepasa el límite del atardecer, cuando hemos diseñado un calendario propio y acuciante que nos impide definirnos más allá del activismo, cuando discutes incluso con la persona con quien convives y a quien sólo ves en las reuniones de verano que sobrepasan ese límite del atardecer, cuando, en fin, tu rutina cotidiana y privada deja de ser un asidero, entonces el polvo del cansancio se acumula sobre los legajos de las metáforas. Luego sale uno de la reunión, se emborracha con la persona con quien convive, con los demás amigos, hace planes para escapar un par de días, probablemente se acuesta con alguna compañera, y a la mañana siguiente lo primero que piensa es coger la bici y echar el día en la playa. El mar es lo que tiene, que da para muchas metáforas. La primera de ellas es la más paradójica, porque trata sobre su inmensidad, que nos recuerda que somos prescindibles: nos devuelve, por tanto, a las hostias del realismo. En el mar tal vez uno repase el calendario acuciante, la reunión de la última noche, tal vez piense en la compañera con quien durmió o no. Y le manda un sms. Es difícil no cavilar en esa playa, porque a alguien afín ya se le ocurrió constituir una asamblea para impedir que la carcoma urbanística la devore. Y entonces, se permite uno pensar en los momentos de redentora incoherencia.

Reservamos esa cuota legítima de incoherencia para emplear fuera de nuestro cerco militante: en nuestras familias, por ejemplo. Y sin embargo, en ciertas ocasiones resultamos inconsecuentes con nosotras y nosotros mismos. Repetimos que allá donde la fiesta es sustituida por el espectáculo, la sociedad ha muerto. La aglomeración, la muchedumbre, no hacen sociedad. Esa certeza, siquiera de un modo inconsciente, nos sirve de guía. Sin forzar demasiado las cosas podemos afirmar que nuestra empresa política se resume en un deseo de socialización, pero no sólo somos incapaces de romper el cerco, sino que repetimos comportamientos del exterior. Como un mundo en miniatura, en nuestro gueto se mimetizan mezquindades y tergiversaciones, lo que no es grave. Lo grave es que esos conflictos los gestionemos con herramientas ajenas a nuestro ideario, con las mismas que utilizamos en nuestras familias, en nuestro coto de incoherencia permitida. Incluso, a veces callamos antes de terminar de hablar, y yo aborrezco el silencio como interrupción en lugar de como final.

Sufrimos un exceso de locuacidad, no obstante. Por exceso o por defecto, los sentimientos siempre subyacen a todos nuestros discursos. Hemos construido una hermenéutica secreta de los sentimientos, y por eso siempre supone una contradicción callar prematuramente: la sentimentalidad nos parece una entelequia, y la sustituimos por la sensibilidad. En más ocasiones de las deseables, donde había sentimientos, ahora encontramos sensaciones, como si temiésemos que las yemas de los dedos se volvieran cóncavas y perder así el contacto primero con la realidad. Para expresar nuestro amor, en el que no creemos, usamos circunloquios: me gusta que me cojas la mano y me beses la muñeca, me gusta oler tu nuca y respirar mi parte de tu aliento cuando ya te has dormido. Repudiamos fórmulas y palabras, razonamientos y verdades preconcebidas, pero –incapaces de afianzar otras distintas- nos expresamos como quien recita. Si ocurre así, perdemos la capacidad de juicio sobre lo que decimos y con ella la de lo que hacemos. Cabe, pues, preguntarse si expresamos lo que creemos ser o lo que realmente somos. El deseo, ciertamente, se convierte en un acto social, pero no es infrecuente olvidar que nace de nuestra individualidad. Y para que ésa se exprese de un modo sincero conviene adquirir perspectiva.

Pocas personan lo consiguen.

Un comentario sobre “SI LO PERSONAL ES POLÍTICO: LENGUAJE Y PRÁCTICAS DENTRO DEL GUETO

  1. el oculto Santi asoma un poquito en este texto, me ha gustado leerte más acá o allá de la política, pero sirviéndote de ella como un trampolín que abandonas en el salto.

    un abrazo

Deja una respuesta

Introduce tus datos o haz clic en un icono para iniciar sesión:

Logo de WordPress.com

Estás comentando usando tu cuenta de WordPress.com. Salir /  Cambiar )

Imagen de Twitter

Estás comentando usando tu cuenta de Twitter. Salir /  Cambiar )

Foto de Facebook

Estás comentando usando tu cuenta de Facebook. Salir /  Cambiar )

Conectando a %s