Por la época en la que uno nació, mediados de los años setenta, decían los filósofos franceses que más allá de una dictadura como la que atenazaba a España, las democracias sabían imponer otros modos de disciplina más sutiles y menos llamativos. Todos y todas teníamos familias (si no hospicio), que además nos enviaban a las escuelas, para después poder acceder a las fábricas previo paso, en el caso de los varones, por el ejército, del que más de uno salía directamente hacia el psiquiátrico, que no era muy diferente de la prisión. En fin, disciplinados, desde la cuna a la tumba (nacional-católica). Al menos, según el esquizoanalista brasileño Peter Pál Perbart, el individuo de aquel capitalismo contaba con una quimérica libertad, la de aquellas horas en que podía evitar alguno de esos mecanismos de sujeción, propios de lo que Negri y Hardt llamaron “imperialismo”.
Ahora parece que de ese imperialismo hemos pasado al Imperio, a un campo social en el que esos mecanismos de disciplina ya se han diluido, en el que dejamos de ser engranajes de una máquina para convertirnos en la propia máquina. De la sujeción pasamos a las servidumbre: a la fábrica social, a la metrópolis entendida como lugar de producción inmaterial pero valorizable, allí donde los nuevos sujetos sociales producen valor mediante sus redes de afectos, sus relaciones sociales, su creatividad, sus sexualidades, sus modos comunicacionales: el lugar donde es imposible sustraerse a los mecanismos de captura. Es la sociedad de control: la misma que, en realidad, en aquellos años setenta se perfilaba ya, para extrañeza y perplejidad de John Coetzze, el docente todavía joven que protagoniza Verano, la última entrega de las memorias ficcionadas de J. M. Coetzee.

DE CIUDAD DEL CABO AL KAROO: NUNCA DEMASIADO SOLOS

El elemento de tensión que subyace a lo largo de Verano es precisamente ése, la irrupción de su protagonista, recién retornado a su país natal, Sudáfica, tras una larga estancia en el extranjero, en un momento de quiebro y cesura, en ese paso de un tipo de sociedad a otro y que su situación de recién llegado le permite contemplar desde una atalaya privilegiada.
La angustia de Jonh Coetzee, relatada de manera magistral mediante relatos oblicuos, parece a primera vista la de alguien sujetado a los mecanismos del diciplinamiento moderno. Así, se ve abocado a convivir con su padre, difusamente enfermo y taciturno, en un hogar asfixiante al que sólo vuelve tras su jornada como profesor de refuerzo en una escuela femenina, donde recibe un exiguo salario que le obliga a esa venenosa convivencia. Sus relaciones amorosas son experimentadas en términos de posesión o pertenencia, nunca de composición, y el vínculo son su familia está igualmente sobrecodificado.
Coetzee intentará escapar de todo ello a la manera clásica, a la manera moderna, a la manera típica de las sociedades disciplinarias: conquistando la soledad, en su caso mediante el trabajo físico y la escritura. Y ahí radica el drama: en las sociedades de control el afuera y el adentro son la misma cosa. De nuevo recurrimos a Pál Perbart (2009), quien recuerda la respuesta de Deleuze a uno de sus alumnos, preocupado por la soledad: “el problema no es que nos dejan solos, es que no nos dejan lo suficientemente solos”. A sus treinta y tantos años, John Coetzee intuye que tal vez la única forma de radicalidad política para un afrikáner en un país como Sudáfrica consiste en abandonarlo, en dejar esa tierra en manos de aquellos a quienes los blancos se la usurparon. En otras palabras, vivir en el extranjero o, lo que es lo mismo, vivir en soledad, así sea la de la escritura. Por eso, las novelas de J. M. Coetzee, incluso cuando están pobladas por multitudes, rezuman la gélida soledad del disidente imposible.

RECOBRAR LA CALIDEZ
El personaje Coetzee representa justamente ese disidente ingenuo, atrapado de lleno en los albores de la sociedad de control sin que sea del todo consciente de ello: el color de su piel, su educación, su melomanía, sus lenguas (el afrikáner de los holandeses y el inglés de los británicos), la manera torpe de mancharse las manos y el espíritu cuando emprende trabajos de negros (arreglar un motor, levantar un muro) convierten su cuerpo en la propia institución de un disciplinamiento, por tanto, imposible de subvertir: en un dispositivo de bio-control.
Ese joven retornado no puede encontrar un punto muerto entre su jornada laboral y su reclusión en el hogar paterno. No puede hacerlo porque en los años setenta, antes incluso de la reconfiguración del capitalismo, las barreras sociales de Sudáfrica se desmoronan. Coetzee y su prima, en una aciaga excursión a un poblacho de la sedienta región del Karoo, reconocerán que su piel ya no lleva inscrita las fronteras del mundo en el que crecieron. Su regreso de esa excursión, en el carro de un criado negro tirado por un burro, les revelará que si lo negro y lo blanco comienzan a entreverarse, la finca familiar ya no es siquiera institución de disciplina ni lugar de asueto, como tampoco un panóptico fortificado, por volver a Foucault, sino el epítome de la disolución de los confines. Sin aviso previo, Coetzee pasa de la hegemonía del cercamiento social a la licuefacción de los mismos lazos sociales. Y Coetzee no ha visto el tránsito, enclaustrado en la soledad de un país extranjero, ajeno a lo que le esperaba.
Verano es por consiguiente, pese a sus pasiones falsamente tórridas, uno de los libros más fríos de J. M. Coetzee. Y es así hasta el punto de que su personaje necesita a Schubert para follar, como manotazo patético del ahogado que trata de asirse al último y más ilusorio resorte de una inalcanzable salvación. Si en las anteriores entregas de estas memorias espurias (Infancia y Juventud) vemos a un personaje atrapado en un momento y lugar concretos, presa de un extravío que no obstante se intuye pasajero, Verano provoca angustia, pues su personaje principal parece inserto de lleno en una desorientación vital. Así, la Infancia del personaje John Coetzee cuenta con el marco tangible de una de esas instituciones de disciplina, la familia, que en este caso se entrevera con la escuela y el papel de desadaptado que el niño desempeña allí. Si bien todo ello provoca en el pequeño un sentimiento de enajenación, no será hasta los siguientes libros de esta serie cuando ese sentimiento se vuelva omnipresente.
De ese modo, en Juventud comprobamos que no son sólo la familia y la escuela los pilares de semejante extrañamiento: también Sudáfrica se erige como un escenario donde John Coetzee ejerce de simple actor de reparto sin una función clara ni voluntad de encontrarla. Asistimos a los pasos de un joven recién licenciado que, siguiendo el consejo de Goethe, viaja a la tierra de sus poetas, de sus escritores, de su mayores, en definitiva, y así, en su caso, Londres será el contexto de un libro tan cruel como sutil. Londres ya no es el escenario de la enajenación, tampoco del extravío ni del disciplinamiento estatal, académico o familiar: es el lugar donde constatar el fracaso. En Londres John Coetzee sabrá que si fue un joven prometedor, cambiar de escenario no hará cuajar esa promesa. Juventud es, en efecto, tan cruel que su protagonista incluso tendrá que abandonar Londres para instalarse en un pequeña localidad donde trabajar en la incipiente industria informática y llevar una vida monacal. La tierra de su mayores, el lugar al que, según Goethe, debe viajar todo aspirante a poeta, queda a la distancia de un tren de cercanías: el abismo, cuando se tienen poco más de veinte años y se han cruzado dos continentes.
Sabemos que en algún momento Coetzee sorteó ese abismo, que de nuevo abandonó otro continente y desembarcó en Estados Unidos, nada de lo cual nos lo ha dejado escrito hasta la fecha. Lo que no podemos saber, a la espera de una nueva entrega, es si el joven profesor que en los años setenta regresa a Ciudad del Cabo se salva. No obstante, podemos intuir que el único modo de supervivencia tendrá que pasar por una reconfiguración subjetiva: la misma a las que nos obliga, constantemente, nuestra época.
Sólo así nuestros veranos recobrarán su antigua calidez.

[Publicado originalmente en Hermano Cerdo, n.º 24, junio de 2010]

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