(publicado originalmente en el número 44 del año 2003 de la revista Clarín y anteriormente en babab.com)
Nació en Francia, de padre alemán y “prosapia judía”, pero él era español de Valencia porque “Se es de donde se hace el Bachillerato”, aunque vivió la mayor parte de su vida fuera de la Península: el exilio, los exilios, le echaron de ésta su tierra. El primero, a los once años, le trajo con su madre a España en busca de un padre al que había sorprendido aquí la Primera Guerra Mundial y que, dada su nacionalidad, no pudo regresar a París. El último le llevaría de Casablanca a México, donde moriría en 1972. Su lugar en el mundo se lo hurtaron, y el que ocupa en la literatura tampoco está claro. Por eso analizamos aquí el Laberinto mágico, la serie de seis novelas donde trata la Guerra Civil española, el acontecimiento que más le marcó y que le expulsó no sólo de España, sino también de su Francia natal.
EL LABERINTO ESPAÑOL
Es Valencia la ciudad en la que transcurre el inicio de Campo cerrado, la primera entrega del Laberinto mágico, que Max Aub, exiliado en Francia, escribió en unos pocos meses de 1939, apenas terminada la Guerra. Cuando en 1914 Aub había llegado a Valencia era un niño que desconocía la lengua española y que había dejado en Francia una vida perfectamente acomodada. Su padre trabajaba de representante comercial y la situación económica de su familia era la de la burguesía acomodada, culta y cosmopolita de París. En Valencia tenía su padre varios contactos que le permitieron continuar como representante, esta vez de una bisutería, a lo largo de toda España hasta que pudo instalarse por cuenta propia, cuando su hijo era ya un adolescente. La familia se nacionalizó en cuanto se lo permitieron y se acomodó en Valencia perfectamente, superando el trauma del exilio.
El niño Max aprendió el castellano con una rapidez pasmosa, hasta el punto de que a los doce años ya había escrito su primer poema en esta lengua y, como él mismo diría en su madurez, nunca fue capaz de escribir en ningún otro idioma. Sus intereses se manifestaron pronto hacia la literatura y el cine y entre sus amistades caben destacar la de personajes como José Gaos o Díez-Canedo, al que admiraría profundamente toda su vida y quien le acogería en México a principios de los años cuarenta. No quiso ni siquiera estudiar una carrera, como parece que hubiera sido lógico, sino que se empleó como viajante en el negocio de su padre hasta alcanzar la independencia económica que le permitiría casarse y criar tres hijas. Con su trabajo tenía claro lo que pretendía, recorrer tierras para conocer al ser humano, al que siempre consideraría el asunto primordial de su obra. Ese mismo interés le había llevado a ingresar en el Partido Socialista en 1928, en una ciudad de rancio republicanismo donde la omnipresente figura de Blasco Ibáñez era un constante referente.
Cuando la Guerra Civil estalló Max Aub ya era un reconocido intelectual que colaboraba con las revistas más prestigiosas del país. Además dirigía el grupo teatral universitario El búho y alguna de sus propias obras se representó en el frente. En 1937 fue enviado como agregado a la Embajada española de Francia, y él mismo sería quien gestionaría el encargo y la compra del Guernica de Picasso para la Exposición Universal. Pero al poco, lo mismo que el personaje de su libros Julián Templado, un doctor cínico y desengañado, regresaba a España. No volvería a salir -y esta vez para no regresar sino más de treinta años después- hasta enero de 1939, de nuevo hacia Francia, en ese triste perigrinaje que ha quedado simbolizado con la muerte de Antonio Machado. Escribiría entonces la antes mencionada Campo cerrado.
En Campo cerrado se dan ya los rasgos que caracterizarían al resto de las entregas y que posteriormente se irán agudizando. El principal de ellos es el estilo dialogado, que llega hasta su punto máximo en Campo francés, concebido en realidad como un guión cinematográfico y del que se hablará más adelante. Otro rasgo fundamental es el de las descripciones de paisajes y escenarios concisas, ágiles, como pinceladas, que en las últimos tomos se asemejan más a acotaciones teatrales:
“La noche, fresca; el capote, húmedo; la luna, entrevista, sale y se cubre. La luz varía al capricho de las nubes”.
Como tercera característica recurrente en toda la serie es de señalar el retrato inmediato de cada personaje que aparece, por muy fugaz que sea sus función en la trama, así como la exposición sucinta de la vida del mismo, a modo de pequeño cuento inserto en la historia general:
“Don Enrique Barberó Comas es carlista, pertenece a un círculo tradicional y lee el Correo catalán. Tiene gran desprecio por todos sus coterráneos, pero ese desprecio es grano de anís en comparación del que siente por el resto de los españoles, excepto a los navarros. Sus viajantes no pasan de la Gran Cataluña, don Enrique tiene en menos comerciar con quien no entiende el catalán. Es posible que sea difícil explicar cómo un monárquico absolutista puede sentirse tan unilateralmente arraigado a Cataluña, es posible que él mismo no se lo explique, seguramente no ha querido intentar explicárselo. Se encuentra bien y así vive”.
El principal defecto de Campo cerrado es el rebuscado y abusivo uso que Max Aub hace de la lengua. No es que emplee vocablos en desuso, sino que utiliza vocablos que jamás se han usado. El lector precavido no deberá ceder a la tentación de buscarlos en el diccionario, no vaya a ser que se dé el caso, puesto que la memoria es traicionera, de soltarlos luego en cualquier momento de descuido. Este defecto no se repite en ninguna de las restantes novelas.
En líneas generales se puede afirmar que ya en Campo cerrado encontramos las mismas bondades y fallas que, tras la lectura del Laberinto, llevan a la siguiente conclusión: Max Aub es un gran narrador, pero un mal novelista.
NARRADOR O NOVELISTA
El caudal narrativo de Aub es inmenso y no puede detenerse en cuestiones que podríamos llamar literarias. Cuando ha tratado de hacer novelas más convencionales, como el caso de Las buenas intenciones, donde sigue la estela de su venerado Galdós, el resultado no es satisfactorio. Lo explicaremos.
El Laberinto mágico tiene como principal ambición dar cumplida cuenta de un hecho histórico como la Guerra Civil, y lo quiere hacer sin parar mientes en sutilezas. El procedimiento narrativo, por lo tanto, resulta a veces llamativo. Aub se permite notas a pie de páginas de varios párrafos para contar, por ejemplo, la vida de alguien que tan sólo ha sido mencionado a la ligera y que sin duda está extraído de persona cualquiera de la realidad, como ocurre con tantos otros personajes de la serie. Más sorprendente resulta la brusca interrupción del hilo narrativo en el último tomo, Campo de los almendros, que el autor hace para declarar que todo lo que el lector leerá a continuación está escrito veinte años después de las páginas anteriores y añade una reflexión -sobre la que volveremos al final de este artículo- acerca de la intención buscada en estos libros. Sólo entonces retoma la narración. Pretende Aub, por consiguiente, una crónica de la Guerra, en el sentido periodístico del término, una crónica literaria si se quiere, pero más informativa que artística.
El recurso principal para conseguirlo es el diálogo, como se ha mencionado anteriormente. Por eso conviene insistir en que es en el diálogo donde radica lo mejor y, a la vez, lo peor de estas novelas. Lo mejor son sin duda los razonamientos, siempre lógicos y coherentes, que expresan los distintos personajes, independientemente de su ideología. En cierta ocasión, el también valenciano Rafael Chirbes declaraba su admiración por Aub. Lo hacía sobre todo por esta virtud. En efecto, Aub hace hablar a un comunista con toda la razón del mundo, pero inmediatamente le responde un socialista que, con sus argumentos, es capaz de convencer a cualquiera, hasta que un anarquista le rebate, con razones distintas pero idéntica y aplastante lógica. Por si fuera poco, no faltan las opiniones de los descreídos, aquéllos que no se adhieren a ninguna ideología -o toman un poco de cada-, pero cuyo pensamiento es igualmente robusto, por no hablar de los republicanos, de los católicos democráticos, o de los sencillamente ignorantes que no saben a quién dar la razón. También, pero poco, se cuenta la historia de algún falangista, porque básicamente la obra transcurre en campo republicano.
Se agradece inmensamente este falta de maniqueísmo, de simbolismo facilón y de tesis. Se agradece, así mismo, y especialmente viniendo de un socialista como Aub, la despiadada crítica a personajes del PSOE como Besteiro o al coronel Casado, a los que no se les apea el adjetivo de “traidores”, en cuanto artífices de la rendición de Madrid tras un “golpe de Estado” -en un Estado en guerra donde el gobierno ni estaba ni era de facto, por otro lado-. El propio Aub, con el correr de los años, se lamentaría en repetidas ocasiones del daño inmenso que las disensiones internas y diversas corrientes -qué diría hoy, por cierto- habían ocasionado en el partido fundado por Pablo Iglesias.
Sin embargo, no es sólo la política el tema de las discusiones. Los personajes conversan de lo humano y lo divino, y aunque siempre son temas apasionantes, dejan en vela al lector en lo que a la trama principal se refiere. A este respecto el caso más desmesurado viene dado por el fugaz personaje de don Leandro, que aparece en la defensa de Teruel y al que ya moribundo Aub le hace delirar durante tres capítulos enteros con el único objeto de expresar una peculiar -e interesantísima- concepción sobre la impronta africana en el carácter español. Sí, interesantísima, pero tres capítulos de monólogo acerca de un asunto tangencial. Y volvemos a lo mismo: estamos ante grandes narraciones, pero malas novelas.
Otro tanto cabría decir de esos pequeños cuentos que se inmiscuyen para narrar la vida de cualquier personaje, que ahí está lo mejor y lo peor. Lo mejor en cuanto que alguno de estos relatos son fascinantes. Las historias que se reseñan de las primeras delaciones al estallar la Guerra son sobrecogedoras y demuestran de un modo magistral cómo muchas de ellas estuvieron motivadas por asuntos tan peregrinos como unos cuernos mujeriles, y cosas de ese jaez. Es especialmente memorable la historia de aquel viejo honrado que ha prestado una importante cantidad de dinero a una amigo suyo para salvar un negocio, pero al que este amigo denunciará por falangista -lo que no era cierto- con la única intención de que los comunistas lo paseen para así librarse de la deuda. Los detalles no se los desvelamos a quien no lo haya leído. Lo peor de estas bifurcaciones narrativas es también lo mismo, que Aub quiere abarcar tanto con ellas que en numerosas ocasiones se pierde el camino argumental, ya tenue de por sí.
El afán de querer contarlo todo roza a veces el paroxismo. No es ya que antes de poner a un personaje en acción se detallen sus peripecias previas, que por otro lado, al referírnoslas todas con la primera mención del personaje se olvidan cuando éste ya se ha mezclado con el resto de los protagonistas: mucho más eficaz, elegante o literario si se prefiere, sería irlas desmigando a medida que el personaje recorre las páginas. No es sólo eso, y como ejemplo más significativo, y hasta cierto punto ridículo, es de resaltar aquel pasaje con pinceladas de la vida de los peluqueros de Madrid que intervinieron en la heroica resistencia de la villa… Eran más de trescientos, y Aub los menciona uno por uno:
“Gabriel Prado, de la Unión de Cartagena, con cerca de sesenta años a cuestas, cojo de una cornada, mal hablado y de un genio de perros, sobre todo los lunes por la mañana, porque los domingos va a Leganés a ver a su hija, recluida en el manicomio”.
Y así de corrido, si no con los trescientos que nombra, porque se abstiene de hacerlo con los aprendices, sí con cada uno de los capataces. Es cuanto menos prodigiosa esta capacidad de Aub, como si su memoria e imaginación fuesen un inabarcable almacén de gentes y relatos. Tan desproporcionado es este don que en las últimas páginas de Campo de los almendros -ésas escritas con veinte años de diferencia- se repite literalmente la historia ya incluida al inicio de la serie acerca de un fascista herido en la cabeza al que han de fusilar, como si el propio Aub no recordara cuáles de sus reservas ya había sacado del almacén.
Sorprende que en este afán de plasmar todas las contradicciones de la contienda mediante diálogos -apenas encontramos escenas propiamente bélicas, pero sí infinidad de conversaciones donde se abordan- queden sin contar hechos más o menos importantes. Por ejemplo, no se habla sino muy de pasada de los acontecimientos ocurridos en el año 37 en Barcelona, con la ocupación por fuerzas anarquistas del edificio de la Telefónica y que produjeron los enfrentamientos en las calles de la ciudad entre los diferentes sectores antifascistas. Son acontecimientos hoy de sobra conocidos y que tan bien reflejara George Orwell, antes incluso de acabar la Guerra, en su Homenaje a Cataluña -memorias éstas en las que se basaría Ken Loach para su filme Tierra y Libertad-. Esas disensiones las resolvieron los jerarcas comunistas, dirigidos desde la URSS de Stalin y ya enseñoreados en el gobierno del socialista Largo Caballero, con las calumnias e infamias dirigida contra el POUM -se acusó a este pequeño partido trotskista de quintacolumnismo- hasta logra el extermino de numeroso militantes y el asesinato del líder del partido, Andrés Nim. La palabra “POUM” sólo aparece mencionada tres veces, y estamos hablando de una obra de más de dos mil páginas. La primera vez que se cita es a través de un personaje que se refiere a este partido de un modo procaz, haciéndose eco de la versión oficial sobre el quintacolumnismo y que tal vez, en aquella altura, el propio Aub creyera, seguramente desconocedor de las vergonzosas purgas realizadas entre sus miembros. En la segunda ocasión que se menciona es en referencia a alguien que niega ayuda a un comunista, pues un familiar suyo pertenecía al POUM y por ello fue asesinado por los propios comunistas. En la tercera ocasión sólo aparece el nombre del partido de refilón y sin ningún tipo de valoración o referencia.
EL LABERINTO EXTRANJERO
Un espléndido paréntesis en la serie supone Campo francés, que se incluye como la cuarta entrega. Convine, no obstante, antes de hablar sobre ella, reseñar siquiera brevemente las condiciones en las que fue escrita y las causas que las motivaron. Es un libro que, según declara el propio Aub en el prólogo, pretende seguir el modelo galdosiano de obras como Realidad, donde se entreveran novela y teatro, sólo que en lugar de teatro aquí hablaríamos de cine. Es decir, más que una novela se trata de un guión cinematográfico -de nuevo, pues, la omnipresencia del diálogo-. El cine siempre fue muy importante para Aub. Ya en la propia Guerra, tal y como se menciona en algún momento del Laberinto, había rodado junto a Malraux la película Sierra de Teruel, basada en la novela del francés La esperanza. La razón de este modo de narrar se explica porque Aub contaba veintitrés días para su escritura: los veintitrés días de travesía entre Casablanca y México que en 1942 le llevarían a este país. Se trata de un nuevo exilio, trágico, en la vida de Max Aub.
En 1939, como se ha dicho, Aub se había exiliado en Francia. Al poco el gobierno colaboracionista francés, con Petain a la cabeza, enviaba a diversos campos de concentración a todos los “sospechosos” -el apellido por sí ya era sospechoso- de comunismo o judaísmo. Durante tres años, pese a su afiliación socialista, Aub penó por varios campos, como el de Arlés, hasta que finalmente fue enviado como esclavo para el tendido ferroviario de Argelia. De allí lograría escapar con peripecias como para haberlas reflejado en una nueva novela. Baste decir que el escritor John Dos Passos le consiguió un visado que Aub no pudo utilizar porque, en el último momento, perdió el barco que inicialmente debía llevarle a México. Campo francés refleja ese momento histórico tan vergonzoso de la historia contemporánea de Francia. No es difícil imaginar qué debían de sentir esos españoles que, tras arriesgar la vida para luchar contra el fascismo, huyen a un país democrático y oficialmente en guerra contra el nazismo y el fascismo, pero que se encontraban con la reclusión forzada y la esclavitud. Es un tema que recientemente también ha abordado el escritor Andrés Trapiello en su novela Días y noches.
En México le acogería su querido Diéz-Canedo y allí lograría vivir dedicado al cine. En esto fue afortunado, aunque él se lamentara de su suerte. Durante los años de la Segunda Guerra Mundial México vivió su etapa dorada en cuanto a cine se refiere. La tradición cinematográfica en este país es larga, pues se trata del primero del continente americano al que llegó el cine, obstinado como estaba Edison a finales de siglo XIX en que los emisarios de los hermanos Lumiere no entraran en Estados Unidos, donde aún pugnaba por patentizar con su nombre el invento. El otro país latinoamericano con fuerte tradición en el séptimo arte era Argentina, pero al no adscribirse como México al bando de los Aliados no pudo contar con el generoso apoyo que éste recibió de los Estados Unidos, para su industria cinematográfica, durante toda la Guerra. A ese México llegaría también Buñuel, que mantendría una intensa amistad con Aub y sobre quien el valenciano estaba escribiendo un libro que la muerte no le permitió acabar, pero cuyo material preparatorio ha sido publicado
Los hechos le irían convenciendo de que la dictadura franquista no era efímera ni que los Aliados restablecerían la democracia en España, como muchos creían, y hacia México se trasladó, por tanto, su familia. Su madre se quedó en Valencia y no pudo verla hasta 1958, y no en España, cuyo suelo le estaba vedado. Lo hizo fugazmente en el sur de Francia, adonde pudo viajar después de siete años de gestiones para que el gobierno francés le permitiera volver a pisar el país. Siguió desarrollando su ingente labor, tanto como docente de cine como escritor. Terminaría hacia principios de los años sesenta la serie del Laberinto mágico, que le había ocupado media vida. En el último tomo, que parece no querer acabar nunca y donde se respira toda la tristeza de un Aub que recuerda en las albores de la vejez, nos encontramos a un gran número de personajes que, una vez finalizada la Guerra, intentan vislumbrar un futuro. Buena parte de la trama se desarrolla en el puerto de Alicante, donde Franco había garantizado el arribo de barcos extranjeros para permitir el exilio. Nunca llegaron los barcos, y las diez o doce mil personas allí hacinadas fueron distribuidas por campos de concentración y diversas cárceles. Algunos sobrevivieron, de otros nunca se supo más. Pero Aub les da voz a todos. Y desgarra. Porque sabe que nunca más hablará de ese asunto, y porque han pasado más de veinte años desde la conclusión de la contienda y a las nuevas generaciones que por fin puedan leer sus libros en España todo aquello les quedará muy lejano. Eso le duele. Pero se sentía moralmente obligado, no ya hacia la historia, sino hacia todos esos españoles que dejaron su vida en una guerra que aún en nuestros días conmociona y resulta del todo inexplicable. Hoy se agradece infinitamente esta lectura, que por otro lado se devora, y más allá de lo que cuenta queda también la pena honda de saber que tantos de los españoles que aparecen en esas páginas murieron en condiciones execrables o se perdieron en el mayor de los desarraigos, que es un poco lo mismo. El propio Aub no regresaría a España sino a principios de los años setenta, y de ese viaje recogería sus impresiones en el tomo diarístico La gallina ciega. Volvió a México para morir, en 1972.
Si hemos escogido El laberinto mágico entre su extensa creación es porque consideramos que es la obra que mejor refleja no sólo su literatura, sino que también habla, por debajo, de lo que fue su vida. El objetivo de estas seis novelas lo expresó el propio Aub en las líneas que siguen y que de algún modo vienen a confirmar la idea sostenida de que su labor fue la de un gran narrador pero un mal novelista:
“El planteamiento de los problemas de realidad y realismo, de irrealidad e irrealismo, me ha tenido siempre sin cuidado, me importan la libertad y la justicia”.
Para más adelante afirmar, a propósito de todo el Laberinto mágico, que:
“(El novelista, es decir, el propio Aub) quiso escribir una novela pura (…), quiso redactar su crónica y que fuera una novela verdadera, pero no pudo”.
El lugar que hoy ocupa Max Aub en nuestra literatura no está claro, lo mismo que el de otros exiliados como Ramón J. Sender, por mencionar un caso parecido. De vez en cuando suenan voces que lo reivindican como uno de los más importantes narradores del siglo pasado. Además del ya citado Rafael Chirbes, viene a la memoria, por ejemplo, Antonio Muñoz Molina, que le dedicó su discurso de ingreso en la Academia. Pero ni siquiera el propio Muñoz Molina menciona a Aub, por sorprendente que parezca, en su libro Sefarad, que trata sobre expulsados y gentes que no terminaron de encontrar su lugar en el mundo, algunos de ellos tan ilustres como Franz Kafka. Para quien esto firma el lugar que ocupa Aub es el justo. Es el de un escritor reconocido y admirado por muchos, pero que nunca podrá considerarse un clásico de nuestras letras.