(publicado originalmente en el año 2005 en babab.com y la revista Clarín)

Una vida

Italo Svevo es uno de esos escritores inevitablemente ligados a su ciudad natal, Trieste en este caso. Y es que ambos, la ciudad y su escritor, son paisajes de culto, que no cuentan con el fervor popular pero que mantienen a lo largo de los años un importante número de peregrinos. Son, además, dos lugares que nadan entre dos aguas, entre dos culturas. Cuando Italo Svevo nació en 1861, Trieste formaba parte del Imperio austrohúngaro, un imperio también de mezclas, fruto de la insólita unión de dos coronas que sólo se extinguió con el fin de la Gran Guerra y la consiguiente adhesión de Trieste a Italia. El verdadero nombre del escritor, como el de tantos triestinos, es ya de por sí representativo, Ettore Schmitz: conjugación de lo italiano con lo germano, una de las señas de identidad en la región Friuli-Venezia Giula. Pero igualmente representativo lo es su seudónimo literario, que parece remitirnos a la otra seña de identidad de la ciudad: la italoeslovena, sin que pretendamos desmerecer a la minoría serbia. Svevo es también uno de esos escritores que cuesta clasificar. Se le ha situado a medio caballo entre Joyce y Kafka, por ejemplo, en una tierra de nadie que vuelve a emparentarlo con su ciudad. Con Joyce, del que fue amigo personal, se asemejaría en su afán psicologista, y con Kafka en su discurrir por el aparente absurdo. Pero lo cierto es que son ligeras semejanzas, y poco más.

Hoy día su obra más recordada es La conciencia de Zeno, de 1923, y publicada tras veinticinco años de silencio por parte de su autor. En 1892 había dado a la luz, y de su propio bolsillo, su primera novela, para la que abandonó el seudónimo de E. Samigli, con el que hasta ese momento había firmado en los periódicos locales Indipendente e Il Piccolo della sera.

Una vida recibió alguna atención favorable por parte de ciertos críticos locales y compañeros por tanto del propio autor, pero en términos generales pasó desapercibida. Svevo había escrito esta novela robándole horas al sueño, escapando así de su rutina como dependiente y viajante en un banco de su ciudad natal. Y es que su vida se había visto truncada a los diecinueve años, cuando la empresa de vidrio que regentaba su padre cayó en bancarrota, lo que además hundió a éste en un colapso físico. La trayectoria prevista para el joven Ettore sufrió un viraje inesperado. Era uno de los siete hijos que sobrevivieron a los dieciocho partos de su madre, una judía italiana casada con otro judío acomodado y descendiente de un oficial austriaco de aduana. Ettore acaba de iniciar sus estudios de comercio en Trieste, tras haberse formado en la cercana Baviera, donde había descubierto a los clásicos germanos y rusos. La bancarrota le forzó a abandonar estos estudios para emplearse en la sucursal triestina del banco La Unión de Viena, escenario que inspiró Una vida y en el que se mantuvo cerca de dos décadas.

En la novela encontramos ya un personaje típico de Svevo, Alfonso Nitti, incapaz de asumir la responsabilidad de sus propios actos. Como es habitual también en Svevo el ambiente provinciano de Trieste es opresivo, pero al mismo tiempo sus personajes son cómplices de ello, casi de un modo inconsciente. Ya vemos pues a un Svevo que ahonda en la psicología, superando en ese aspecto a buena parte de la novelística decimonónica, por lo que se le ha comparado con otros escritores centroeuropeos como Musil o Zweig. En efecto, los asuntos que trata son similares: la soledad por falta de comunicación o el sinsentido de la vida del hombre contemporáneo. En este caso, la encarnación de todo ello, Alfonso Nitti, encuentra en sueños más o menos inverosímiles una vía de escape. Algo parecido le pudo haber ocurrido a su autor tras la más que modesta repercusión de la obra. Aún así, seis años después, retornaría a la escritura.

Senectud

Svevo no logra prescindir de «esa cosa ridícula y dañina que se llama literatura», y en 1898 se costea nuevamente la publicación de mil ejemplares de Senilidad (o Senectud, en la versión de Martín Gaite para El Acantilado). Para entonces Svevo ya ha contraído matrimonio con su prima Livia Veneziani, quien a la muerte de su marido publicará un escrito titulado Memoria de Italo Svevo. Livia era una devota católica bajo cuya influencia él mismo se convertirá, o al menos aceptará esposarse bajo el rito romano, aunque hay versiones contradictorias que indican un enlace civil y una posterior conversión coincidiendo con en el nacimiento de la hija de ambos. También para entonces, cuando sus padres ya habían fallecido, su situación económica ha mejorado. Eso se debe al próspero negocio en la fabricación de pinturas náuticas que posee su suegro —y que hoy perdura, por cierto—, y para el que Svevo comenzará a trabajar. Para quien esto firma Senectud es una obra subyugante, capaz de producir una extrañeza y una fascinación mayores que la des La conciencia de Zeno. Es la historia de una obsesión amorosa, pero que trasciende a esa propia relación. Algo parecido a lo que, cono menos fortuna, ha intentado recientemente un autor como Antonio Álamo con su novela El incendio del paraíso.

Senectud encierra una hondura infrecuente. Ya sólo el título nos informa de que lo que allí se trata sucede de un modo subterráneo, pues su protagonista es, en realidad, un joven con pretensiones bohemias, aunque incapaz de incidir en su propia vida. Es decir, alguien espiritualmente envejecido, y por lo tanto apresado una vez más en la opresiva Trieste y su hipócrita moralismo. De algún modo nos está hablando de la búsqueda de la esencia de cada ser humano, esto es, la capacidad de rebelarse contra lo que podría ser un destino prefigurado y la desidia para no hacerlo. Nadie es plenamente consciente de ello, parece decirnos Svevo, y en la vida es posible dejarse arrastrar en una rutina que no conduce al intento de la felicidad, sino a la mera apariencia de ese intento. En esa apatía espiritual, enmascarada incluso en una actividad frenética o triunfadora, reside la senectud. Y eso genera conflictos, dilemas interiorizados que dimanan en obsesiones o, si se prefiere, neurosis. Hacer que eso se manifieste a través de una historia aparentemente sencilla, mediante un lenguaje afortunado, sin oscurantismos ni argucias narrativas, está en la mano de muy pocos. Si añadimos una buena dosis de sutilidad, hemos de concluir que ésta es la gran novela de Italo Svevo.

Sin embargo, nadie en su tiempo reparó en ella, lo que en palabras de su autor supuso un juicio desfavorable y unánime porque «no existe una unanimidad más perfecta que la del silencio». Desde entonces, Italo Svevo hizo «voto de abstinencia», si se nos permite la expresión. Se propuso no escribir más, fuera de sus colaboraciones en la prensa local. Envenenado por la literatura desde tan joven, es lógico que no cumpliera su propósito. Escribió cuentos y obras teatrales —de publicación y representación póstumas— durante esos años en los que, es cierto, se centró principalmente en su trabajo y hubo de viajar por Francia e Inglaterra como representante de la firma de su suegro. Hoy sabemos, además, que también pergeñó una magnífica novela breve, Corto viaje sentimental, donde los fantasmas de la vejez discurren en el recuerdo de un anciano que realiza un trayecto en tren, y en la que de nuevo encontramos esa compleja sutilidad, que parece que todo lo hace fácil.

Debido precisamente a sus viajes laborales por Europa se vio en la necesidad de estudiar inglés, sobre todo desde que la fábrica de su suegro obtuviera un importante contrato de la Marina británica y abriera una sucursal en Londres. Es así como se convierte en alumno particular del todavía joven James Joyce, que había recalado en Trieste tras infructuosas tentativas para asentarse como profesor de inglés en Suiza y después como traductor en un banco de Roma, de donde salió disgustado por lo que él consideraba una arquitectura para turistas. Como quiera que fuera, Joyce era todavía un desconocido que andaba enfrascado, además de en el alcohol, en la composición de lo que luego sería Dublineses. Se ganaba la vida impartiendo lecciones de inglés en la Berlitz School. En seguida cuajó una intensa relación entre ambos se ha dicho que el irlandés se basó en el judaísmo de Svevo para su célebre Leopold Bloom y que se hizo extensiva a la esposa de Joyce, la cual también saldrá retratada en Finnegan´s Wake. Svevo le consiguió más alumnos particulares, algunas clases en el instituto de comercio que él había abandonado después de la bancarrota familiar e incluso Il Piccolo della sera le pagó algunos artículos sobre la cuestión irlandesa. Joyce, que dominaba el italiano y cuyos hijos nacieron en Trieste, leyó los dos novelas de su alumno, por las que se mostró entusiasmado. La admiración resultó recíproca cuando Svevo leyó el relato «Los Muertos» y los primeros capítulos del Retrato del artista adolescente. Cuando en 1915 Italia entra en la Guerra y el apolítico Joyce se instale en Zurich —en parte obligado por las autoridades austro-húngaras—, los dos escritores mantendrán una intensa correspondencia epistolar hasta la muerte de Svevo.

La conciencia

Fue precisamente tras una visita de Svevo a París, donde Joyce residirá desde 1920, cuando el triestino reunió fuerzas para rematar la Conciencia de Zeno a su regreso a Trieste.

Svevo había comenzado a leer a Freud en los años diez e incluso tradujo en parte la Interpretación de los sueños. La conciencia de Zeno es la historia de un anciano a quien un joven médico le ha propuesto que, a modo de psicoanálisis, escriba sus recuerdos, para que así fluya el inconsciente y descubrir entonces la causa primordial de su adicción al tabaco.

Se ha querido ver en esta novela una de las primeras plasmaciones de las teorías de Freud en literatura, pero el planteamiento inicial del libro es tan obvio que se aleja notablemente del psicoanálisis. La novela está narrada en primera persona por Zeno Cossini, que es un escéptico del psicoanálisis y que incurre en notables contradicciones para esquivar sus lados más ocultos, pero que el lector descubre sin problemas. La novela, de nuevo bajo su peculio, fue publicada en Trieste en 1923, más o menos al tiempo que el Ulises de su estimado amigo, y desde entonces cada uno de ellos será el valedor de la obra del otro en el extranjero: célebre es hoy día la conferencia de 1927 sobre Joyce que el triestino pronunció en el Convegno de Milán y, por otro lado, gracias a las buenas artes del irlandés La conciencia de Zeno será publicada en París, tal y como había sucedido con la primera edición del Ulises.

En Francia la obra fue recibida elogiosamente, lo mismo que en Italia, donde se llegó a hablar de algo así como el «caso Svevo», gracias sobre todo a Eugenio Montale. Fue él quien, aún veinteañero y medio siglo antes de obtener el Premio Nobel, publicó en su revista milanesa L´esame un artículo sobre el triestino y su novela, sacándolo así de la sombra en la que, según Svevo escribía en algunas de sus cartas, decía encontrarse bien. También en parte se debe a Montale, por cierto, el descubrimiento de otro triestino judío de la época, el poeta Umberto Saba.

De alguna marea La conciencia de Zeno cierra una trilogía abierta con Una vida y Senectud. El lector viaja desde la incertidumbre ante las elecciones de la vida para después refugiarse en artimañas psicológicas con las que no aceptar algunos de los caminos que la vida brinda y llegar, ya con experiencia en el uso de esas trampas mentales, a justificar las decisiones tomadas. La conciencia de Zeno, sin embargo —al menos a nuestro juicio—, y debido a su falta de sutilidad, desemboca ocasionalmente en un retrato de costumbres triestino, sin la complejidad y hondura de Senectud. En cualquier caso, para su autor debió de ser su mejor obra, pues se encontraba trabajando en su continuación cuando muere al estrellarse el coche en el que viajaba con su mujer y un sobrino contra un árbol en la ciudad de Motta di Livenza.

Para ese entonces ya era un autor conocido en los círculos europeos y, sin embargo, pronto cayó en el ostracismo, rebasado por autores innovadores de la corriente centroeuropea de entreguerras, en la que podríamos inscribir a Svevo, pese a su lengua italiana. Así, no ha habido apenas cabida para su nombre al lado de los de Thomas Mann, Musil, o Kafka, todos ellos contemporáneos a él y cuyas obras principales coinciden aproximadamente en sus fechas de publicación con la Conciencia de Zeno. Pero todos ellos, al mismo tiempo, pertenecen a la generación inmediatamente posterior. No fue hasta los años setenta cuando se le redescubrió en su país y, como suele ocurrir en estos casos, muchas de las voces laudatorias resultaron hiperbólicas.

Como su ciudad natal, cuyos últimos balanceos a raíz de la Segunda Guerra Mundial él ya no pudo presenciar, su lugar parece estar entre dos fronteras bien delimitadas: la decimonónica y la de esos autores centroeuropeos de entreguerras antes mencionados. No alcanzó las profundidades introspectivas de su amigo Joyce, ni igualó el aliento narrativo de su admirado Tolstoi, como tampoco se aproximó a los tormentos del alma en Dostoievski ni al desconcertante mundo de Kafka, o a la sugerente precisión de Flaubert y el sentido de la enajenación en Musil. Puede que, visto en retrospectiva, Italo Svevo sea un puente. Si Svevo es imprescindible, lo es quizás por los que estuvieron antes y después de él. Como los puentes, que son imprescindibles, pero sólo sirven para llegar de un lado a otro.

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