LAS LÍNEAS BLANDAS: SINOPSIS
Hace algunos años escribí una novela, de la cual transcribo la sinopsis que una amiga redactó sobre ella, y que puede ser descargada aquí y desde la columna de este blog. Añado también al final de la sinopsis, en el enlace «Leer más», las primeras páginas. La novela está en creative commons, así que podéis reproducirla por cualquier medio y sin ningún problema.
Hay segundas oportunidades, aprendizajes tardíos y ritos de iniciación en plena madurez. O no, y entonces la vida se convierte en una sucesión de encrucijadas donde cada ruta es una marcha sin vuelta atrás. Un hombre de treinta años, sin más equipaje que una mochila y completamente solo, se encuentra en un cruce de caminos en la ciudad guatemalteca de Huehuetenango. Ahí, tal vez, arranca su historia, pero Las líneas blandas se mueve en diversos planos temporales que su autor estructura en dos tramos de capítulos alternos (“Biznagas” y “Anestesia”: cada tramo de tres capítulos, además de un epílogo final donde se cierra y dota de sentido pleno al conjunto de la obra).
Si la novela arranca con la paliza que el narrador propina a dos adolescentes, si ese cruce de caminos es otro jalón más, el lector irá montando un rompecabezas que le lleva a descubrir un sector de una generación nunca antes retratado en nuestra literatura: a diez años justos de las protestas de Seattle, ¿quiénes componen esos movimientos que se llamaron antiglobalización, cómo viven los miembros de una lucha social que se escapa a los partidos, a las organizaciones clásicas, que se agrega en centros sociales ocupados, que convierte a sus participantes en víctimas de problemas subjetivos pero al mismo tiempo enlazados en una red más amplia de la que podíamos imaginar?
Las líneas blandas se mete de lleno en la cotidianidad de esas personas, en sus anhelos, en sus pesimismos, en sus violencias, en sus desamores, en sus conflictos familiares. Si las feministas proclamaron que lo personal es político, Las líneas blandas muestra exactamente por qué.
BIZNAGAS, I: POMPAS DE JABÓN
A principios de marzo del año pasado casi mato a dos adolescentes de una paliza, pero tardé una semana en contarlo por primera vez.
Aquella mañana una circunstancia muy precisa me había contrariado: era lunes y llovía. El fin de semana lo había pasado enclaustrado en casa, sin más actividad que la que requería abrir unas cuantas latas con las que alimentarme y ver pasar las imágenes del televisor. Llegué a alcanzar una apatía casi perfecta, jalonada únicamente por los anuncios publicitarios. Había logrado que nada removiera mi conciencia, como si todo formara parte del mismo decorado. Un cuerpo descuartizado en cualquier país de Oriente alcanzaba una pulcra armonía con lo último en champúes anticaspa. El «efecto pro v» de ese mismo champú se entreveraba de inmediato con el Ibex de la Bolsa en una amalgama de términos incomprensibles. Los componentes químicos de los yogures y de las bombas terroristas ayudaban conjuntamente a nuestras defensas para el día a día. Con pesar, comprobaba que los jóvenes americanos se debatían en dilemas existenciales a la hora de escoger a qué chica llevar al baile de fin de curso. La gente se rebelaba: en París los usuarios del metro se enfrentaban cuerpo a cuerpo con la policía, mientras que en Denver, Colorado, una quinceañera rellenita prescindía de pareja para asistir al baile de fin de curso. Casi siempre, en todas las escenas los técnicos de iluminación habían conseguido un sol espléndido. Yo sólo deseaba que en la vida real lloviese, que el agua se derramara por los cristales de mi ventana, que las cortinas de lluvia apenas me permitieran adivinar retazos de mi calle, que el cielo plomizo fuera, en definitiva, un reflejo de mi estado. Había esperado una tormenta y habría querido, más que nunca, ser un hombre lírico para recrearme con tópicos sobre la monotonía de una tarde lluviosa. Todo cuanto obtuve ese fin de semana fueron unos hermosos días soleados, como si una impaciente primavera también hubiera puesto a trabajar a sus becarios de iluminación. Los chiquillos jugaban en la calle, las parejas paseaban de la mano, los adolescentes bailaban la danza del cortejo con el estruendo de sus motos y las adolescentes abrían mucho las piernas para subirse en la parte trasera. La primavera adelantada, sí, cuando únicamente una ciudad gris, la misma que se perfilaba unos días antes, podría haberme aliviado. Tan sólo la noche me concedía una falsa tregua. Evitaba mirar el cielo y descubrirlo estrellado, aspirar el aire probablemente perfumado y sentirme como la quinceañera de Denver, Colorado, al recibir su primer beso.
Aún era invierno, y se me antojaba legítimo esperar días desapacibles. Escuchaba atónito los partes meteorológicos en un esfuerzo de concentración, pero todos aquellos mapas eran unánimes. Las últimas horas del fin de semana se extinguieron con la misma complacencia insoslayable. Quise retener el momento de acostarme, prolongar indefinidamente la letanía de la televisión. El resplandor de las farolas me anunciaba una mansa quietud que no tuve más remedio que acatar. Me metí en la cama presa de un sopor plúmbeo y quejumbroso que durante toda la noche me revolvió entre las sábanas.
El lunes por la mañana tenía los sentidos embotados. Los párpados me pesaban y en los oídos algo martillaba con insistencia. Me asomé a la ventana y comprobé, sin fuerzas para la ira, que llovía blandamente. Ya no había tiempo para ahogarme en esa lluvia, debía emerger a mi rutina laboral. Sin embargo, aún podía realizar un desesperado experimento. En lugar de tomar el autobús, me vestiría ropas impermeables y cogería la bici, igual que cada mañana.
Para llegar al centro de la ciudad y desde ahí dirigirme al trabajo, debía descender por una empinada pendiente cuyo primer tramo transcurría en sentido prohibido. Después, de nuevo a contramano, enfilaba el paseo del río. El resbaladizo adoquinado de la calle no mejoraba la situación en exceso. En ciertos trechos de especial angostura, la única opción era desmontar de la bici para arrimarme al pretil y franquear el paso a los vehículos. Con un poco de suerte podría sufrir un accidente en cualquiera de esos puntos, dado que la última parte discurría plácidamente por un carril bici, algo inusual en Granada. No lo pensé más, y el mero hecho de tomar esa decisión terminó de estimular mis sentidos. El resto de actividades cotidianas las realicé en un estado de mera inercia que el repiqueteo de la lluvia acompañaba a desgana.
En cuanto encaré la primera pendiente comprobé que la lluvia había vuelto cautelosos a todos los conductores y que sólo forzando grotescamente mi manejo sufriría algún tipo de percance. Mi temeridad, no obstante, se veía incrementada a causa del empañamiento y los goterones que se derramaban por los cristales de mis gafas. Cada vez que accionaba los frenos la rueda trasera cabriolaba y algunos conductores me pitaban alarmados. Llegué a rozar a algún peatón que con recelo cruzaba por un paso de cebra y sus gritos se perdieron como truenos lejanos. La rueda trasera, nuevamente, patinó en una curva y casi me estampo de frente contra un autobús urbano, pero en esta ocasión nadie tocó la bocina. Unos metros más adelante, un insalubre embotellamiento estranguló mi camino hasta que me escurrí por un resquicio y mi rodilla golpeó con la portezuela de uno de los coches. Los frenos, de pronto, ya no chirriaban como de costumbre, empapados de una lluvia lubricante. La rodilla ni siquiera me dolía y algo más tarde dejaba atrás las ruidosas trincheras de vehículos obstruidos. Cuando alcancé la alfombra roja del carril bici no puede evitar cierta sensación de triunfo. Me entregué entonces a una pedalada furiosa que pronto bañó mi cuerpo en un sudor cautivo de las prendas impermeables. Las imágenes televisadas del fin de semana me asaltaron confusamente, esta vez en su vertiente testicular, compuesta por correosos futbolistas, torvos jugadores de baloncesto, hercúleos tenistas, fogosos pilotos, y atravesaba los charcos en un agónico esfuerzo. Ahora sí, una punzada aguijoneó mi rodilla, lo que supuso un incentivo. Los músculos de las piernas me ardían y las gafas eran ya una densa constelación. No había motivos para detenerme. Llovía, por fin llovía, y yo sólo tenía que pedalear.
El resultado no pudo ser más descorazonador: llegué al trabajo ileso y antes de tiempo.
Estaba empleado a media jornada en la pequeña tienda de productos ecológicos que regentaban una madre y su hija, ambas caras distintas de una misma moneda. Ya desde la distancia era fácil divisar la cabellera rubio sintético de la madre dentro del 4 X 4 con el que se personaban cada mañana. La mantenía disecada gracias a una profusión de laca que, sin duda, provocaba más daño medioambiental que el que evitaba al consumir lechugas biológicas. La hija, que llevaba el cabello al estilo rastra, era una versión veinteañera de la madre. En lugar de emperifollarse con rebajas de El Corte Inglés, lo hacía con camisetas astrosas y supliciadas por tijeretazos inmisericordes que, no obstante, la asistenta doméstica de su madre planchaba esmeradamente. La tienda la había montado el marido y padre, y se sostenía gracias a las subvenciones que puntualmente sacaba de su chistera la Administración pública andaluza, donde él desempeñaba un enigmático cargo.
A ellas les encantaba tertuliar con los clientes, sobre todo de política. Lo hacían de un modo muy parecido al de los debates televisivos que, al concluir la jornada de liga, habían anestesiado mis últimas horas de domingo. La culpa de todo la tenían los árbitros del mundo, ya fuera del estado actual de la Unión Europea o de la gestión del agua en los regadíos alpujarreños. Urgían nuevos fichajes.
Yo sabía que ese lunes no iba a tener ocasión de dejarme atrapar por su cháchara. En cuanto abrimos, tal y como estaba previsto, llegó desde Almería el productor de cítricos con las últimas naranjas que le quedaban para esa temporada. Mi trabajo consistía en descargarlas y almacenarlas en la cámara frigorífica, mientras las dos mujeres ejercían de tenderas. En cuanto comencé a apilar las cajas, cada una en torno a los veinte kilos, la rodilla que me había golpeado se resintió. Sin embargo, si algo me inquietó de verdad fue el nuevo curso que estaba tomando la mañana. A medida que aumentaba el número de cajas apiladas, descendía el de las nubes. La madre se quejó demasiado enfáticamente de que fuera a dejar de llover, con la falta que hacía, cuando en el fondo se felicitaba por la supervivencia de su peinado. Yo comencé a despojarme de capas de ropa sin querer creer que aquella lluvia únicamente había servido para poner en peligro mi integridad física durante el trayecto en bicicleta. A mitad de la mañana, cuando casi había terminado con las naranjas y mi rodilla crujía con cada carga, un cielo renovado se enseñoreaba de todo el horizonte. Algo más tarde, el repartidor de productos envasados aparcaba en doble fila junto a nuestra puerta. Montones de nuevas cajas con nombres exóticos de derivados de soja y algas marinas se encumbraron a la espera de su desembalaje. La perspectiva de una mañana tan embotadora compensó en cierto modo la punzada de la rodilla y la traición de la lluvia.
Era lo más parecido a permanecer en casa frente al televisor.
Me entregué a la tarea con un frenesí redentor, ajeno a la última panacea contra la especulación urbanística descubierta por mis jefas. Cuando quise darme cuenta, los paquetes de hiziki se alienaban perfectamente sobre sus estantes y los yogures de soja ocupaban su bandeja en la nevera, pero aún faltaba media hora hasta que cerrásemos. Las dos mujeres trataban de convencer a un joven melenudo de las ventajas del pan de espelta frente al de trigo común, sorteando con método su precio. Interrumpí su disertación para anunciar que esa mañana debía marcharme antes. Lejos de ponerme reparo alguno, se congratularon por la eficacia con la que había trabajado. Metí toda la ropa que me sobraba en la mochila y salí a la calle para recibir el impacto del sol.
La coreografía rutinaria que debía realizar para volver a montarme en la bici me irritó sobremanera. Una vez abierto el candado de la cadena, debido a un defecto de fabricación, no volvía a su posición original si no mantenía la llave girada dentro de la cerradura. Ese gesto, que solía hacer sin pensar, desató en mí una serie de improperios, incrementados cuando, con los primeros pedaleos, descubrí que los frenos chirriaban de nuevo. La mochila me pesaba sin proporción con su carga real, y la rodilla, cuyo pinchazo apenas había percibido en la última hora, parecía tan anquilosada como los frenos. No me encontraba en el estado ideal para ceder el paso a la fanfarronería de un par de adolescentes.
Cuando se produjo el choque con ellos, cuando por primera vez en mi vida me entregué a una violencia desproporcionada y gratuita, de algún modo estaba fugándome del sereno carril por el que en los últimos tiempos transcurría todo cuanto hacía. Quizás sólo buscaba una excusa, un punto de inflexión, una ruptura. Tres días antes yo tenía cuatrocientos treinta y cinco euros en mi cuenta y un falso dilema. Aquello había supuesto el inicio de la ruptura, del mismo modo que los adolescentes se convirtieron en su conclusión. No fui consciente de ello hasta algún tiempo después y, de hecho, sólo a finales de esa semana relaté por primera vez lo sucedido. Supongo que, entre tanto, seguí viendo cómo pasaban las imágenes de la televisión, pedaleando con furor, atizando la conciencia revolucionaria de mis jefas y creyendo que sepultaba los acontecimientos de la última semana bajo el peso de cada bote de tofu al que pegaba su precio.
Ese mismo viernes iba a descubrir que, en realidad, aquellos acontecimientos, con su remate de violencia, simplemente habían estado madurando en la alacena de los soliloquios.
La tarde del viernes había quedado con Raquel, a quien conocía desde años atrás, antes de que yo me ausentara de Granada durante un prolongado período. Una vez de vuelta, no había sabido de ella hasta que una mañana, cuando yo acababa de comenzar mi empleo en la tienda, apareció por allí justo antes del cierre. Nos pusimos rápidamente al tanto. Sobre todo ella. Sabía de mí más de lo que podía sospechar. Se había enterado de mi ruptura con Helga unos dos años atrás a través de amigos comunes y, más tarde, de la propia Helga, con quien había coincidido en un par de ocasiones, la última, afirmó, cuando ella ya estaba embarazada. Sabía que yo había estado viajando por Centroamérica «para superar la ruptura», dijo. Arriesgó aquel comentario en un tono tal de seguridad que me desconcertó. Quise suponer que esa versión era enteramente una conjetura suya, pero no dejaba de sorprenderme el grado de romanticismo atroz que encerraba. Algo de todo ello debió de traslucir mi expresión, porque en seguida se apresuró a aclararlo:
—Conociéndote… O sea, que es como muy literario.
Aclararlo, qué duda cabía, no significaba mejorarlo. Lo peor de todo era que no andaba muy lejos de la verdad, pero dicho por alguien ajeno a mí resultaba hasta sonrojante. Si hubiera estado más ágil de reflejos habría entendido al momento cuál era la imagen que ella guardaba de mí y, en consecuencia, me hubiera limitado a servirle las legumbres que quería y poco más. Sin embargo, y como era habitual, me dejé llevar por la situación. También yo quería saber algo de ella, siquiera para descerrajarle algún comentario especulativo acerca de su vida con la misma alegría que ella lo había hecho sobre la mía. No fue fácil. A cada una de mis preguntas que tuviera que ver con sus actividades más recientes, me contestaba con datos banales de su rutina. De hecho, todo cuanto conseguí fue enterarme de que un par de veces al mes venía a la tienda para comprar esas legumbres a granel. Eso no daba para mucho, pero yo me negaba a desistir. Por lo menos, me decía, podría detallarme las actividades públicas de su colectivo de mujeres, a fin de cuentas las celebraciones del 8 de marzo aún estaban recientes y yo sabía que algo habrían realizado al margen de cualquier tufillo institucional. Sin abandonar su sonrisa, ella me respondía con otra serie de datos que, milagrosamente, volvían a evadir la respuesta a mis preguntas. Cuando quise darme cuenta, lo único que finalmente había sacado en claro era su preferencia por las lentejas rojas:
—Tienen más hierro y se hacen en un momento.
Rendido ante lo evidente, le aconsejé que, nada más comerlas, tomara naranja o limón, porque la vitamina c ayudaba a asimilar ese hierro con mucha mayor eficacia. Ignoro si fue para agradecerme la recomendación, pero lo cierto es que en ese momento, sin que pareciera dudarlo, me invitó a una fiesta en casa de unos amigos. Coloqué sobre la báscula sus bolsas de lentejas y garbanzos. Aquella invitación no entraba dentro de lo esperable y, tal y como andaba yo por esas fechas, dudaba de mi capacidad para relacionarme en una evento de semejantes características. Tampoco podía imaginarme qué tipo de fiesta sería aquélla, pero a buen seguro que allí la gente sí hablaría de algo distinto a lentejas. Eso no era del todo positivo, pero, por otro lado, podía resultar estimulante romper por una vez el cerco de mis amistades. Antes de marcar el precio ya había decido aceptar su invitación. Después de todo, me encontraba en una situación como para tomar cualquier vía alternativa que se presentara. No era fácil prever de dónde le iba a venir a uno algo así, y Raquel resultaba tan válida como cualquier otra opción. En ese momento, era lo más parecido que se me ocurría a inaugurar una etapa. Metí unas cuantas naranjas de zumo en las bolsas de Raquel sin que mi jefa se percatara y acepté su invitación.
Era así de fácil, o las tomas o las dejas.
Ya antes de ese encuentro, yo había convertido mi regreso a la ciudad en un estercolero de molicie y frugalidad, convencido como estaba de que en algún momento encontraría el modo de construirme una rutina diferente a la previa a mi ausencia. En aquella fiesta conocí a mucha gente que Raquel me presentó, mientras que me reencontré con otra a la que no había visto en años. En todo momento estuvo muy cordial conmigo, casi como si adivinara que últimamente mi sociabilidad se encontraba en los huesos. Ella la alimentó con discreción, permaneciendo a mi lado si me veía extraviado o fuera de alguna conversación, alejándose cuando descubría que ya me había integrado en algún grupo o que comenzaba a charlar con cualquiera de los viejos conocidos, por lo que de alguna manera me recordó a mi hermana en un fiesta bien distinta, pero que era la última a la que había asistido. Yo tampoco la perdía de vista. En varias ocasiones la vi besarse ostentosamente con alguna otra chica. Lo cierto era que nada más llegar alguien nos había pasado una botella de agua con éxtasis líquido. Yo la había rechazado, temeroso como estaba de no encontrar mi lugar en aquella fiesta, pero en cuanto me sentí más cómodo me arrepentí de haberlo hecho. Creo que debía de ser el único allí que no había consumido nada. En cualquier caso, la droga propiciaba los acercamientos, por lo que no faltaba nadie con quien profundizar en asuntos triviales o más complejos.
Nada había cambiado sustancialmente en Granada. ¿Por qué iba a hacerlo? Hubiera resultado absurdo creer que por haberme ausentado largamente y sentir que en uno mismo sí se habían operado algunos cambios, todo a mi alrededor debería haber sufrido un proceso parecido.
La precariedad seguía siendo el tema estrella. La gente que más años llevaba viviendo en aquella ciudad de paso, como la propia Raquel —que además de cursar un doctorado trabajaba donde le dejaran—, no terminaba de encontrar una estabilidad laboral ni un sueldo en condiciones, lo que determinaba que muchos aspectos de sus vidas también se tambalearan. Así me lo declaró, como si yo no lo hubiera padecido en primera persona, un conocido de mi misma edad, que llevaba cerca de una década organizando grupos relacionados sobre todo con reivindicaciones ciclistas. Eso también era típico de la ciudad, que cada grupo se especializara, por así decirlo, en una única parcela inmiscible con las demás. Pero no dije nada. Me limité a oír una letanía que, ahora me daba cuenta, podía resultar enormemente tediosa para quien no residiera allí. Yo mismo la había repetido innumerables veces a compañeros de otras ciudades. Incluso, apenas unos días antes había tenido una experiencia que confirmaba lo que estaba escuchando y en la que habían entrado en juego tenedores retorcidos y Play Stations, pero ni siquiera me apetecía describirla. En aquella situación reparaba en que ese plañido perenne seguía intacto a lo largo de los años, por lo que a mis ojos ya carecía de todo interés.
Aquel amigo, cuya mandíbula empezaba a moverse ajena a su voluntad, se quejaba de que el estudiantado –sobre todo el que venía de otras ciudades para aprovechar alguna de las becas de un solo curso— siguiera constituyendo la principal seña de identidad del lugar, con todos los inconvenientes que eso comportaba para quienes —como yo mismo— habían intentado durante tantos años desarrollar algún tipo de vida que no pasara necesariamente por cuanto arrastraba la Universidad: bares, trabajos eventuales, viviendas acondicionadas deficientemente, ciclos de actividad marcados por las etapas del curso académico, etc. La militancia política, igual de desmembrada que siempre, se debatía en un dilema idéntico al que yo había dejado con mi partida: por un lado, construir luchas conjuntamente con esos mismos estudiantes, que en julio ya habrían abandonado la ciudad pero que al fin y al cabo traían siempre ganas de implicarse en lo que fuera o, por otro lado y por lo mismo, mantener los colectivos herméticamente cerrados a pesar de lo raquítico de su composición. El pesimismo había llevado a ese tipo, y a otra chica que apareció de repente y que supuse su pareja –pero el éxtasis ya hacía estragos—, a la conclusión de que se trataba de posturas irreconciliables. Era algo en lo que yo podría haber abundado, habida cuenta de aquella experiencia de los días anteriores, pero que seguía negándome a describir para no hurgar más en esa llaga inagotable. Por añadidura, de repente la chica me había arremangado el jersey para comenzar a acariciarme de una manera que a ella se le antojaría tremendamente sensual, pero que a mi modo de ver más bien parecía como si me estuviera haciendo una burda paja en el antebrazo. Probablemente era eso lo que pretendía. Había anillado sus dedos en mi antebrazo y bajaba y subía la muñeca rítmicamente. En esa situación yo no podía pensar con claridad, así que seguía escuchando a mi conocido, cuya mandíbula parecía marcar el contrapunto a la muñeca de su pareja. Con treinta y un años, decía, uno no puede esperar a cada septiembre para ver qué nuevos estudiantes se suman a un proyecto… Puse cara de darle la razón, con la esperanza de que finalizara la conferencia, pero ni siquiera así su pareja estaba dispuesta a soltar mi antebrazo. Creí incluso que ahora emitía algún gemido y la miré un tanto escandalizado. Sí, estaba gimiendo. Sin duda era la primera vez que la veía en mi vida. Era algo más alta que yo, con el pelo muy corto y una sonrisa beatífica que no supe interpretar. Me pregunté si era consciente del movimiento de su muñeca o si sólo era un tic provocado por quién sabe qué sustancia. Intenté localizar a Raquel, pero ahora la había perdido de vista. Así que me resigné. Sabía de memoria lo que aquel ecologista me iba a decir a continuación: los estudiantes llegaban y, como era natural en aquellas edades, querían comenzar todo desde cero, entre otras cosas porque su experiencia militante era nula. Y claro, comenzar de cero, replantear cada colectivo casi desde la nada cada mes de septiembre, aniquilaba el ánimo de cualquiera. En ese momento tuve un sobresalto. La chica, que tan ajena parecía a la conversación, intervino de modo sorprendente. Los estudiantes, concluyó al tiempo que incrementaba el ritmo de su masturbación, son válidos como fuerza de choque, pero no para construir, porque sabemos que después de los exámenes vuelven a sus ciudades para terminar las carreras. A mí me pareció una frase como lapidaria, y pensé que ése era el momento para simular un orgasmo y poner fin a aquellas fricciones, pero, ¿cómo se simulaba un orgasmo de antebrazo? Entonces él, mientras la chica asentía con la cabeza —¿o ahora fingía una felación?—, afirmó que era normal que yo me hubiera pasado a «una militancia de perfil bajo». No entendía a qué se referían, sobre todo teniendo en cuenta que a la chica ni siquiera la conocía. No hizo falta que preguntara. Sabían, continuó él, que con un niño a punto de nacer uno no podía entregarse del mismo modo. Retiré el brazo como un látigo, aquello había sido un coitus interruptus en toda regla. Habían pasado casi dos años desde que Helga me dejara, desde que comenzara su relación con Jaime, uno de mis amigos más íntimos, y hasta Raquel sabía que él era el padre del bebé que esperaba Helga –a quien por fuerza el ecologista habría visto recientemente—. Se conocía que los cambios escaseaban tanto que algunos incluso habían perdido ya la capacidad para apreciarlos cuando tenían lugar. Se me debió de quedar tal cara de idiota que, surgida de la nada, Raquel irrumpió en nuestro pequeño grupo. Ella misma cubrió mi gatillazo poniendo la manga en su sitio, me preguntó qué tal y le contesté que esperaba el momento de irme con ella a su casa.
Normalmente, una frase de ese tipo me costaba varias sesiones de debates internos, pero como allí todo el mundo iba drogado, me contagié valientemente del desparpajo tóxico que me rodeaba. La otra pareja, no sé cómo, había desaparecido y lo único que quedaba de ellos era el escozor de mi antebrazo. Raquel se besó con algunas otras chicas, supongo que para hacerse perdonar por aquellas correligionarias su indudable preferencia heterovulgar, y nos abrimos paso entre la gente. Yo, absorbido por la pareja ecologista no me había percatado del cariz que estaba tomando la fiesta. Raquel no era la única que andaba besando por doquier, mientras que en algunos dormitorios entreabiertos se veían a varias personas amontonadas sobre colchones. Otros asistentes, arrullados por el mdma, se tumbaban en cualquier rincón, sin más amparo que el que les proporcionaba la suavidad de algún cojín al que se abrazaban tiernamente. Alguien había sustituido la música ochentera que hasta hacía un rato animaba la casa por algo de chill out. Sin proponérmelo, había elegido el mejor momento para irnos de allí.
Nos dirigimos a su piso, que estaba muy cerca, y por primera vez nos acostamos. No recuerdo muy bien de qué hablamos aquel día. Tengo la sensación de que hablamos mucho, pero al mismo tiempo de que todo cuanto pude averiguar sobre ella en esa ocasión fue que, además de las legumbres ecológicas, de vez en cuando tomaba drogas sintéticas. En realidad, como descubriría en el futuro, más que una persona de palabras lo era de acción. Después de todo, había sido una buena idea aceptar su invitación.
Unas dos semanas más tarde, cuando sus provisiones de lentejas rojas se acabaron, ella volvió por la tienda, también justo antes de la hora del cierre. No habíamos hablado desde entonces. Puesto que últimamente yo apenas salía, tampoco la había divisado en la penumbra de algún bar ni mucho menos en alguna concentración o durante la proyección de las películas que seguía programando la biblioteca social que mantenía uno de los colectivos autónomos más antiguos de la ciudad. Me invitó para esa misma tarde a su casa, en lo que desde ese momento se iba a convertir en una costumbre. Sólo así, corroborando mi intuición original sobre lo que ella pensaba de mí, descubrí que nuestro primer encuentro sexual le había parecido harto convencional. Casi me lo dijo con esas mismas palabras durante aquella segunda ocasión, por lo que también yo pude corroborar mi impresión inicial sobre ella: era una mujer de acción.
Hablaba de un modo enunciativo, directo, sin divagaciones y plagado de verbos. Era como si para ella el lenguaje sólo fuera una manera de apremiar a la actividad. Aunque pasáramos juntos varias horas de largas conversaciones, como iba a suceder de ahí en adelante, uno salía de su casa con la sensación de que apenas había ahondado en la naturaleza de aquella mujer. Y lo cierto era que esa actitud me abocaba a un laconismo que, por otro lado, no me resultaba costoso. Prefería que fuera así, ya que a mí me sucedía lo contrario que a ella: si yo bajaba la guardia durante la conversación, al final siempre acababa exponiendo demasiados asuntos de mi intimidad, y eso me situaba, creía yo, en una posición vulnerable. En el transcurso de los siguientes meses, cuando ella se decidiera a hablar sobre sí misma de un modo más o menos introspectivo, siempre lo iba a hacer refiriéndose a algún tiempo pasado.
De vez en vez, por ejemplo, afloraba algún viejo rencor muy poco original hacia su padre, pues su madre había muerto cuando apenas contaba once años. A ella primero, y dos años más tarde a su hermana menor, las habían inscrito en clases de solfeo y piano. Raquel detestaba aquel instrumento, no sólo por la disciplina que exigía para una chica de esa edad, sino porque sin género de duda carecía de aptitud. No fue hasta los catorce años, coincidiendo con el inicio del Bachillerato, cuando su padre cumplió por fin una antigua promesa y permitió que abandonara los estudios, que por otro lado arrojaban unos resultados nefastos. El rencor que ella aún guardaba no era tanto por esas tardes interminables sentada al piano, por esos fines de semana en que su padre le supervisaba las prácticas mientras sus amigas jugaban en el parque de la urbanización donde se había criado, ni tampoco por el chantaje sentimental de que esas clases de piano también habían sido deseo de su madre cuando aún vivía. Lo que más le dolía era que, apenas unos meses después de que cesaran las lecciones, su padre se avino a que la hermana menor, sin haber cumplido aún los doce años, dejara también el piano porque «se aburría», lo que él estimó más que suficiente. Su padre le había obsequiado a ella con varios años de generoso sufrimiento melómano, los mismos que tranquilamente le había ahorrado a su hermana sin el menor atisbo de remordimientos.
Tuve que oír esa historia repetidas veces, sin que ni siquiera hoy logre desentrañar qué ocultaba y si su inquina se dirigía en exclusiva hacia su padre o también hacia su hermana. No dejaba de resultar sorprendente que un episodio que se remontaba a quince años atrás constituyera el conocimiento más verdadero que tenía de Raquel. La tarde en que se lo hice notar, se limitó a contestarme, casi con saña, que ese tipo de cosas eran las que nos moldeaban. A mí me hubiera interesado más conocer la pasta de ese molde. A ella, sin embargo, fundamentalmente lo que interesaba, al menos conmigo, era el sexo y poco más.
Vivía con unas pocas amigas, todas militantes del mismo grupo feminista. Disponían de teorías sobre la sexualidad y la identidad sexual lo suficientemente almidonadas para los anchos cajones del prontuario queer. Puesto que ellas también eran personas de acción, lejos de conformarse con la teoría, habían decidido ponerlas en práctica. Raquel, ya desde ese segundo encuentro, no perdía ocasión para explicarme, con una locuacidad inhalada de los porros de marihuana que ella misma cultivaba, las consecuencias políticas de la sexualidad convencional, más o menos la que uno practicaba. Yo tenía asumido que los atributos genitales gozaban de un protagonismo desmedido y que en función de ellos se había establecido la dualidad «hombre-mujer» y, desde ella, la de «heterosexual-homosexual», no como categorías biológicas, sino políticas, con todo lo que eso conllevaba de control social. Pero yo no era una persona de acción. Raquel, por el contrario, protagonizaba su particular giro copernicano en torno al agujero del culo. El ano constituía para ella el símbolo de una nueva sexualidad. Ella misma me leyó un «contrato contrasexual» escrito por una filósofa española que yo ya conocía y cuyo lema sintético rezaba «Trabajadores del culo, uníos». Así es que follábamos con el culo, y yo nunca terminé de acostumbrarme. Podía consentir los recíprocos y cálidos lametones, los dedos mutuos cuyas uñas nos cortábamos el uno al otro previamente en una especie de juego seudoerótico, e incluso los orgasmos exagerados e hiperventilados que yo estaba obligado a fingir sin que aún haya comprendido la razón. Por desgracia, en cuanto veía algún elemento artificial —«dildo», los llamaba ella—, me cagaba de miedo, literalmente. Y así no había manera. Si sobrellevé toda aquella parafernalia sexual era porque, a fin de cuentas, ningún otro fruto había germinado en ese estercolero de mi soledad.
Ése era el modo en que habíamos erigido nuestra intimidad y confianza. Ciertamente no era mucho, pues se sustentaba en varios meses de esos encuentros sexuales y horas transcurridas entre las paredes de su dormitorio. Aun así, lo creí suficiente como para que ella fuera la primera persona a la que desbrozar ese camino iniciado el último fin de semana con una perra y cuatrocientos treinta y cinco euros y consumado ese mismo lunes con la paliza a los adolescentes.
Aquella tarde del viernes en que había quedado con Raquel no hizo falta que dijera nada para que ella adivinara que el dique de mi laconismo estaba a punto de reventar. Me hizo cruzar el salón hasta su dormitorio sin apenas saludar a sus compañeras. Todavía no nos habíamos dirigido palabra. Me senté en el borde de la cama mientras ella realizaba su serie acostumbrada de rituales: encendía una tenue lámpara de suelo, prendía un barrita de incienso y se preparaba un porro de marihuana. Cada uno de sus pasos configuraba el escenario que ella necesitaba para interpretar su papel conmigo. A esas alturas yo ya no lo dudaba: entre esas cuatro paredes, Raquel era una persona completamente diferente a la que se mostraba ante los demás. En definitiva, a mí solo me estaba dado conocerla parcialmente y bajo unas circunstancias muy precisas, unas pautas marcadas y una activad, la sexual, ya predeterminada. Yo barruntaba, como la primera vez, que eso tenía que ver con su mal asumida preferencia heterosexual, pues tenía claro que ella era la única de aquel grupo de activistas que aún no había logrado prescindir del sexo con hombres. En ocasiones me parecía una explicación demasiado pueril, pero, al fin y al cabo, ¿no era ella la que siempre se retrotraía a su infancia? Posiblemente fuera un error haberla escogido para ese momento, pero tal vez estábamos a punto de establecer un nuevo nivel en nuestra relación. En cualquier caso, comencé mi relato sin sospechar que, lejos de inaugurar etapa alguna, iniciábamos una clausura y que en el plazo de unos minutos yo recomenzaría mi narración fuera de ese dormitorio.
Ni siquiera tuve tiempo de llegar al choque con los adolescentes.
Hasta donde Raquel sabía, el último celo de mi perra se había prolongado de un modo preocupante. El veterinario le realizó una citología para diagnosticar un simple desarreglo hormonal, típico en perras de cierta edad y que no tenía por qué extenderse más de tres o cuatro semanas. Raquel ignoraba que, transcurrido ese plazo, el flujo no había remitido. Allí donde la perra se tumbaba, un pequeño charco de sangre testimoniaba su presencia. Con la fregona en la mano, yo perseguía por toda la casa los regueros que enturbiaban las baldosas. De pronto la perra sustituyó todo alimento por cantidades escandalosas de agua y en un par de días las vértebras del espinazo descollaron sobre su lomo con macabra precisión. Con la cabeza vencida, ya sólo arrastraba su mermada corpulencia hasta el balde de agua y rechazaba la comida blanda con que yo trataba de alimentarla. El viernes de la semana anterior, al llegar a casa después del trabajo, descubrí que acaba de vomitar y que la retina de uno de sus ojos se había convertido en una lámina rugosa. Para llevarla a otro centro veterinario hube de porfiar un buen rato con un taxista, al que sólo convencí a fuerza de desesperación y una gruesa manta en el asiento trasero.
Nada más pasarme a consulta, y sin necesidad de prueba alguna, me comunicaron que a la perra había que «hospitalizarla» en otro centro. Fue así como me enteré de la existencia de clínicas para animales de compañía. No tenían instrumentos para realizarle una ecografía, pero los síntomas y la sed pertinaz apuntaban a un diagnóstico de algo llamado «piometra». El propio veterinario llamó a otro taxi, que ahora no puso ningún reparo. El conductor, cariacontecido, me llevó hasta esa clínica de las afueras e incluso se despidió de la perra con unas palabras de ánimo, lo que no dejó de conmoverme. Allí me anunciaron que, en efecto, la ecografía confirmaba la piometra. En todo momento el veterinario me explicó cada uno de sus movimientos. De hecho, como viera que yo no distinguía nada en las imágenes del monitor, me mostró una serie de didácticas ilustraciones. Fue incluso la primera persona que sin preguntas adivinó que era un cepo la causa de que a la perra le faltara una pezuña delantera. La enfermedad, me explicó, consistía en la acumulación de bolsas de sangre infectada en el útero, debido a una disfunción de los ovarios durante el celo. Si no le extirpaban de inmediato el útero, esa sangre podría contaminar el resto del organismo en cuanto los riñones fallaran en su excesiva labor de drenaje, la misma que provocaba la sed. El vómito de la perra indicaba que eso ya estaba sucediendo. Antes de ingresarla, no obstante, debía aguardar a que los análisis de sangre descartaran una sepsis o infección definitiva del sistema circulatorio, en cuyo caso no habría nada que hacer. Mientras tanto, la recepcionista me prepararía un presupuesto para la operación y el ingreso, de manera que yo pudiera tomar una decisión.
Estuve muy poco tiempo solo con la perra, durante el cual pensé en que no había emitido queja alguna, ni siquiera cuando le afeitaron el estómago para la ecografía ni en la toma de sangre que extrajeron de su pata cercenada. De un modo instintivo sabía que nos hacíamos cargo de su mal. Era una perra dócil, de estampa contundente aunque espuria, fruto de algún cruce en el que se reconocían rasgos de pastor alemán y rottweiler. En seguida desarrollaba un apego enternecedor hacia todo aquél en quien intuyera buenas intenciones. Despertaba una empatía inmediata, incluso en su estado de quebranto, y no renunciaba a exteriorizarla agitando el muñón de su pezuña amputada a modo de reconocimiento. Ahora, apenas era capaz de alzar los ojos y mirarme con un gesto que yo diría de resignación y serenidad.
Por fin, mientras el veterinario realizaba los análisis, me trajeron el presupuesto, que ascendía a unos trescientos cincuenta euros entre las pruebas que le estaban realizando, el ingreso y la medicación. El día anterior, primero de mes, yo había pagado el alquiler de mi casa, así que sabía que todo cuanto me quedaba en la cuenta eran cuatrocientos treinta y cinco euros. La cantidad que me exigían resultaba insignificante para un buen sector de propietarios de animales, pero en mis circunstancias, ¿merecía la vida de mi perra ese precio? En realidad, sabía que Helga, a la postre la dueña original del animal, desembolsaría cuanto hiciera falta. Si yo me estaba planteando un falso dilema no era por el dinero, sino para obviar la razón de mi espera en aquella sala. Eso lo supe en cuanto el veterinario regresó con los análisis y una expresión en su rostro demasiado elocuente. Con el mismo tacto de antes, me indicó que lo más recomendable, a esas alturas, era atajar la agonía del animal. Daba igual extirparle el útero a mi perra, el veneno ya erraba por su cuerpo. La misma recepcionista me trajo un impreso que tuve que firmar antes de que me concedieran asistir a su decoroso tránsito. Ahora nadie se molestó en explicarme los componentes de la inyección letal, aunque les oí musitar algo que terminaba en «barbital». El veterinario le encargó la tarea a una joven, una especie de interna residente, barrunté. Mientras lo hacía, yo posé mi mano en la cabeza de la perra y sentí el pálpito de una débil inquietud, pero probablemente sólo fuera mi pulso descarriado. Me dirigió una última mirada y yo me quedé clavado en los pliegues de su retina. Había olvidado preguntar si eso estaba relacionado con la dolencia. Poco tiempo después, mi perra finalizaba su estancia en aquel centro con un coste mucho más bajo del presupuestado.
Cuando terminé mi relato, el olor a incienso y marihuana ya se había esparcido por toda la habitación. Durante el tiempo que había estado hablando apenas lo había percibido. Ahora, de nuevo sentía esa falta de naturalidad que tan característica me parecía en Raquel. Sabía que ella iba a decir algo. Lo único que esperaba era que resultase sincero, aunque se limitara a algún tipo de frase hecha. Podía aguantar el incienso, la penumbra artificial, la dramatización de la escena, siempre que sus palabras no formaran parte de algún repertorio ensayado. En ese momento me di cuenta de que tenía frío. A lo largo de todo el día, una brisa invernal había soplado suavemente pero sin pausa. Raquel había olvidado enchufar el pequeño radiador eléctrico con el que normalmente calentaba su cuarto. No dejaba de ser una contradicción. De algún modo, ese olvido mitigaba la atmósfera que había pretendido crear con el incienso, la marihuana y la luz tenue. Quería decirle que lo encendiera, pero entonces noté cómo pasaba su mano por detrás de mi cuello hasta dejarla en la nuca. Sus dedeos también estaban fríos.
—Sólo era un perro —dijo—.
Entonces sí, un frío inmenso se apoderó de mí. Sé que permanecí algún tiempo observando cómo se consumía la barrita de incienso. Después de mi locuacidad ya no me quedaban muchas más palabras. Mi giré hacia Raquel y la miré fijamente. Le estaba implorando una rectificación. Ella me devolvió una mirada gélida y supe que no iba a corregir ni una sola de sus palabras y que eso no se debía a un gesto de orgullo, sino a que con ellas había expresado un convencimiento intransigente. Raquel no se percataba de que su sentencia cabía a la perfección dentro de la misma moral que aspiraba a derribar cada vez que se abrochaba el arnés de un nuevo dildo. Qué podía decir. ¿Valía más la vida de un perro o de una persona? Supongo que su filósofa queer no tenía respuestas para eso. Para mí resultaba evidente: dependía del perro y de la persona. Me levanté pesadamente y me despedí con la certeza de que ése había sido nuestro último encuentro. Si algo no podía reprocharle era falta de sinceridad. Salí de la habitación: el incienso ya se había consumido.
Durante año y medio, aproximadamente, yo había estado ausente de Granada Los primeros once meses los había empleado en recorrer Chiapas y Centroamérica, en un viaje que Helga y yo habíamos planeado conjuntamente, pero que nuestra ruptura como pareja truncó. Al final de aquel trayecto recalé en Madrid, donde me acogieron mi hermana y su marido y donde durante unos meses fui contratado como teleoperador. Más tarde, siguiendo a mi amigo Carlos, me instalé hasta finales de año con él y su pareja, Rosa, en un cortijo de la localidad sevillana de Morón de la Frontera que pertenecía a la familia de ella. En realidad, el sacrificio de mi perra no era el primero que yo vivía. Durante mi estancia en ese cortijo me vi obligado a matar a otro perro mediante un método tan pedestre como un disparo con una antigua escopeta de caza. En el recuerdo, aquello me resultaba menos dramático que una aséptica inyección.
A lo largo de todos aquellos meses, distanciado de la ciudad, conseguí purgar los parásitos sentimentales que desde la ruptura con Helga me hostigaban. Ella, por su parte, había tenido tiempo suficiente para irse a vivir a un pueblo cercano con su nuevo compañero, Jaime, un amigo común, que no había puesto reparos en adoptar de paso a nuestra perra. A principios de la primavera, tres meses después de mi regreso a la ciudad, tuvieron un hijo al que muy pronto unas excoriaciones laceraron la piel. Era alergia a los perros. Así es que Helga, con el diagnóstico en la mano y sabiendo cuál sería mi respuesta, me propuso quedarme con la perra.
Yo acababa de alquilar una minúscula casa en el mismo barrio más o menos marginal donde ella, la perra y yo habíamos convivido varios años. Los primeros días en que la perra permaneció conmigo le mortificaban repentinos ataques de llanto. Se acercaba hasta mí con el trotecillo irregular de sus tres patas y, apoyada sobre mis rodillas, lloraba de un modo indómito. Ya no estábamos los tres juntos, y aquella especie de aullidos querían agarrarse a una época imposible… Todo eso lo repasé mentalmente cuando salí de casa de Raquel. Al firmar el impreso para el sacrificio de la perra estaba eliminando el coro de mis plañidos. Y a Helga ni siquiera le había contado nada. Eso daba cuenta del escaso fervor con que últimamente me relacionaba con la gente.
La misma brisa incómoda seguía soplando en la calle. Las farolas ya se habían encendido y los guías turísticos iniciaban sus rutas nocturnas con grupos de alemanes jubilados. Aspiré el aire frío, limpio de los aromas condensados que tanto incitaban a Raquel. Tenía frente a mí otro fin de semana que se adivinaba igualmente soleado y no podía permitirme más aislamiento y autocompasión. Me dije que con Helga no necesitaba ambientación previa ni rituales impostados para llamarla en ese momento. Y por fin, con una semana de retraso, marqué su número sin imaginar que al oír su voz no iba a encontrar el modo de comenzar. Creo que recurrí a unas cuantas frases hechas, «tengo una mala noticia», «te llamo por algo que ha pasado», nada muy distinto, a fin de cuentas, de bajar la luz y encender una barrita de incienso. No hizo falta mucho más. En cuanto empecé a divagar ella columbró hacia dónde se enderezaba mi discurso. La oí preguntar en un temblor si un coche la había atropellado. Y entonces me vi obligado a abandonar cualquier vaguedad. Hasta entonces había visto llorar en numerosas ocasiones a Helga, pero ésa fue la primera en que la escuché hacerlo por teléfono. Ni siquiera fue necesario que yo hilvanase más fórmulas de compromiso. Habíamos compartido una porción lo suficientemente grande de nuestras vidas como para que la muerte de la perra nos evitara cualquier frase de consuelo mutuo. A cada uno le podía sacudir tranquilamente el mismo torbellino de recuerdos. No sé cuánto tiempo estuvo llorando, sin decir nada. Luego, intenté detallar de un modo ordenado el proceso completo. Ella tampoco había escuchado el nombre de esa enfermedad, piometra. Musitó que la buscaría en Internet, como si de ese modo recuperara algo de la perra, aunque sólo fuera una imprecisa comprensión de lo que la había matado. Helga recordaba que, cuando chica, unos primos suyos habían tenido que sacrificar a su perro y que entonces no entendió bien qué había sucedido. Sin más rodeos, yo me lancé definitivamente por el trampolín de alguna otra manida expresión con la que impulsar el relato de mi pelea, acontecida exactamente tres días después del sacrificio de la perra y tras ese fin de semana de enclaustramiento frente al televisor y a la espera de una lluvia improbable. Ella, al principio, no preguntó nada, aunque sé que no discernía de qué le estaba hablando. Para mí, todo formaba parte de un mismo acontecimiento.
Los dos chavales, sin duda alumnos de un instituto cercano, paseaban por medio del carril bici con la inequívoca intención de estorbar a los eventuales ciclistas. No hice el más mínimo ademán de aminorar mi marcha y hubieron de apartarse de un brinco. Uno de ellos tuvo la ocurrencia de gritarme «¡Gafotas!». Los frenos de la bici chirriaron escandalosamente y, antes de que reaccionaran, la había dejado caer. Me abalancé sobre el más alto de los dos en un gesto muy parecido al que el día anterior había visto en la televisión cuando los tenistas golpeaban de revés. Extendí los dos brazos y entrelacé los dedos de las manos para, con un movimiento liftado, impactar contra su cara. En el mismo instante, entreví que el otro muchacho, que se había quedado a mi espalda, se lanzaba hacia mí. Me giré súbitamente y mi codo se estrelló contra su nariz. Casi diría que la oí crujir. El otro, entre tanto, se había repuesto, y antes de que dijera nada le pateé a la altura precisa de la corva, lo que provocó que se doblara como un pelele. Sentí como si ese golpe hubiera recolocado en su sitio mi rodilla, y con una clarividencia igual de rauda, supe que estaba viviendo un episodio decisivo. Me abandoné a él y, con un revés muy parecido al primero, dejé al chaval tendido sobre el húmedo pavimento del carril. Ése era todo mi repertorio de golpes. El otro chico se palpaba incrédulo la sangre de la nariz al tiempo que gimoteaba algo así como «hijo de puta, hijo de puta». Sin más capacidad de inventiva, experimenté con él la misma patada inicial, y los resultados fueron casi idénticos. Su compañero ya había desistido de incorporarse, y ahora lloraba en el suelo sin pudor alguno. Le encajé un último puntapié en el costillar y recogí la bici al tiempo que se aproximaban los inevitables curiosos. De pronto, la mochila ya no me pesaba de un modo intolerable y escapé de allí con cierta sensación de levedad.
Pedaleé sin prisa, lejos de la furia matinal, como si la extensión del carril bici fuera una sosegada superficie que, lentamente, me conduciría hasta mi destino. Poco a poco el pulso se calmó, la ciudad pareció apagarse a mi alrededor y las piernas me guiaban ajenas a cualquier voluntad. Cuando ya había cruzado el centro urbano, recobré en cierto sentido la capacidad de percepción. El alboroto de las plazas, los autobuses cargados de trabajadores, los escolares aglomerados a la salida de las clases y las máquinas varadas de las obras formaban parte de un paisaje familiar. Tomé conciencia de mi cuerpo y supe que no tenía fuerza como para encarar la empinada pendiente que desembocaba en mi barrio, ni siquiera a pie y empujando la bici, así que di un rodeo a través de algunas cuestas menos pronunciadas. Llegué a casa más tarde de lo habitual, pese a haber salido con media hora de antelación. Estaba exhausto, pero dominado por una lucidez reparadora. Recogí el colchón y los recipientes de la perra y, sólo entonces, fui capaz de arrojarlos a un contenedor de basura. Luego, antes de prepararme la comida, me di una ducha. Froté mi cuerpo minuciosamente, con fuerza, como si de ese modo me quitara capas de piel para descubrir a otra persona nueva. En cuanto me percaté de lo vano de mi ilusión, cerré el grifo y me sequé.
Treinta días más tarde, al término de un período de lluvias, la suspensión de las procesiones de Semana Santa y su sustitución por la de turistas compungidos, yo ya había vivido otros dos episodios de violencia.