1. Perdón por el preámbulo

Tres décadas antes de que a Kenzaburo Oé le concedieran el Premio Nobel, y cuando no había cumplido los treinta años, publicaba la que aún hoy se puede considerar su obra maestra, Una cuestión personal. En aquel momento Yukio Mishima era sin discusión alguna la gran figura de la intelectualidad japonesa, y no dudó en encumbrar a Oé. Sin embargo, en la crítica que escribió sobre Una cuestión personal afeaba a su autor el final de la historia. A Mishima aquel final le resultaba harto convencional, harto –como diríamos hoy- políticamente correcto. En cierto modo, Una cuestión personal es la lucha de su héroe por desatarse de la moral común, por desenvolverse dentro de una amoralidad. Se ha comparado mucho a Oé con Dostoyevsky, y no es desacertado.

Años después de que Mishima publicara esa crítica, y cuando probablemente ya se había suicidado en directo para todo el país, Oé recibió una carta de un amigo suyo. Se la escribía desde la cárcel, donde cumplía condena por lo que parecía un crimen machista cometido allá por la lejana aldea insular de Shikoku. Este amigo venía a dar la razón a Mishima, pero en lugar de proponerle que reescribiera el final de la historia, simplemente le instaba a suprimir unas cuantas frases muy concretas de los últimos párrafos. De este modo, el final ganaría en frialdad, en punzada, ni más ni menos que como el resto de la novela. Oé nunca ha cambiado nada de Una cuestión personal.

A primera vista este pequeño debate parece que gira en torno al consabido asunto de que a veces se expresa más con menos. Para transmitir ese final gélido que demandaban Mishima y el amigo de Shikoku sobraban palabras. A uno le gusta el final de Oé. Es tan convencional y edulcorado que lo que nos está trasmitiendo es una derrota. El héroe de la historia ha claudicado, y lo ha hecho sin paliativos, hasta el punto de que no tendría sentido maquillar ese final. En definitiva, el optimismo aparente y vulgar con que concluye la obra no es sino un rasgo más del pesimismo típico de Oé. Acabar bien, en este caso, es lo peor que le podía suceder al protagonista. Dicho de otro modo, el debate en torno a este final debería conducirnos a otra vía igualmente transitada: a veces las palabras expresan lo contrario de su significado. Todo depende del contexto.

Lo que aún no sabemos es si eso es así sólo en literatura.

  1. La posmodernidad es jabonosa

La soberanía popular ya no reside en el Estado. Eso que llamamos los poderes públicos se alejaron cada vez más del pueblo al que querían representar, y de tanto distanciarse hacia arriba acabaron por reventar la frágil pompa de jabón que protegía ese utópico contrato social. A nivel macropolítico, aquello era consecuencia del nuevo orden que comenzaba a instaurarse: “globalización”, fue el término definitorio. Los Estados, entonces, pasaron a ser meros gestores técnico-administrativos.

El efecto que tuvo el estallido de esa pompa de jabón en la sociedad fue la multiplicación de las subjetividades. La pompa, al estallar, se convirtió en un sinfín de pompas más pequeñas que flotaban y chocaban entre ellas para mezclarse y después recombinarse en otras nuevas. No había corsés, no había una gran pompa, no había ideologías, sino deseos. Las luchas fueron feministas, medioambientales, decoloniales; en definitiva, autónomas. Las alianzas fueron tácticas, nunca estructurales y pocas veces estratégicas. Y si no había una pompa ideológica, también desapareció el casillero perfectamente compartimentado de las relaciones sociales. Nos enseñaron que, de pronto, la modernidad era líquida, que no había un prontuario para relacionarnos con los demás: que ahora la subjetividad fluía y lo que hoy parecía una verdad se asentaba precisamente en que mañana podía no ser cierta. Nada era estable, y esa característica debía dotar de consistencia al entramado de las relaciones personales. Éramos autónomos no sólo en nuestras luchas políticas, sino también en nuestras relaciones cotidianas. Se recuperó y manipuló el concepto de biopoder para oponerle el de biopolítica.

A todo ello lo empezamos a llamar “posmodernidad”.

3. La epidermis es sensitiva o del sentimentalismo espurio

La posmodernidad sobrevalora los sentimientos. No deja de ser una paradoja, porque primero nos convierte en pompas de jabón, pero a continuación nos confiere sentimentalidad mediante un proceso contradictorio. Ese proceso parte del aserto de que, puesto que ya nada es constante, resulta imperativo dosificar los sentimientos. Pero se utilizan o se callan demasiadas palabras para insistir en ello. Se despliega una enorme facundia para hablar de la ausencia de sentimientos, o –de un modo más coherente- se hace gala de un laconismo exacerbado para omitir algo que se presume ausente. En cualquier caso, por exceso o por defecto, los sentimientos siempre subyacen a todo discurso sobre la posmodernidad. Podemos incluso afirmar que se ha construido una hermenéutica secreta de los sentimientos.

Supongamos, por ejemplo, que uno desarrollara un alto grado de empatía hacia determinadas personas, y que alcanzara ese grado con mucha más rapidez de la que corresponde a una errante pompa de jabón. Supongamos entonces que se apenara si cree triste a una de esas personas/pompa con las que empatiza, que uno se contenta si la cree feliz, que sufre si la cree dolida. Supongamos, cada una de nosotras y nosotros, para descender desde el espacio etéreo de las pompas de jabón, que una de esas personas fuera nuestra pareja o, cuando menos, alguien que nos gustaría que lo fuera: una güera sevillana, un editor de revistas literarias, alguien entrevisto en el transporte público, el mejor amigo de nuestro amante, nuestra propia pareja hace un lustro.

Acaba uno, no obstante, de afirmar que la posmodernidad sobrevalora los sentimientos. Así, ¿de qué sirve entonces suponer? Reconozcamos, de entrada, que “empatizar” no es un verbo admitido en los diccionarios y que, en todo caso, sería intransitivo y por tanto no debería entrañar reciprocidad. Pero reconozcamos después que si uno no percibe esa reciprocidad, las yemas de los dedos se le vuelven cóncavas porque pierden su función. Abandonemos pues las suposiciones y pasemos a las certezas.

Una de esas certezas tiene que ver con el hecho de que, si bien sobrevaloramos los sentimientos, ocurre que minusvaloramos las sensaciones. Y, ahora sí, hablamos de certezas o, si se prefiere, de sensaciones ciertas:

-Me gusta que me cojas la mano y me beses en los dedos, me gusta oler tu nuca y respirar mi parte de tu aliento cuando te quedas dormida.

De todos modos, reconozcamos el hecho de que, igual que disponemos de un verbo -“sentir”- para referirnos a los sentimientos, no sucede lo mismo al hablar de sensaciones.

Con todo, y para ser consecuentes, nuestro supuesto grado de empatía y nuestras ciertas sensaciones carecen de mayor importancia. Ya lo hemos dicho antes, lo importante para una pompa de jabón son los deseos.

Si aceptamos que la posmodernidad fluye, hay que canalizar esos deseos. Desear no es ya una cuestión personal, como en la novela de Oé, ni tiene que ver con la represión de un anhelo latente. Desear se ha convertido en un evento social y, en consecuencia, los deseos deberían ser actos volitivos. Conviene no olvidarlo, de lo contrario el cauce de la posmodernidad –que más que líquido es torrencial- nos ahogará.

Por ejemplo, el paradójico y común deseo de uno era –y tal vez aún lo es- no malgastar el porvenir.

4. En la actualidad el hijo de Oé es compositor

Si, en efecto, resulta imperativo dosificar los sentimientos, si éstos están sobrevalorados y, sobre todo, es imposible malgastar –que no desperdiciar- una entelequia, ¿cuesta encontrar la ilación a cuanto llevamos escrito? Hemos dicho al principio que todo depende del contexto y hemos planteado igualmente una dicotomía entre literatura y vida, pero no era sino una añagaza: “Doquiera que el hombre vaya siempre lleva consigo su novela” –dijo uno que se murió viejo, ciego y madrileño-.

A Kenzaburo Oé le nació un hijo deforme y pensó en dejarlo morir de inanición. Mientras se documentaba para un reportaje sobre las bombas atómicas de Hiroshima y Nagasaki entrevistó a un doctor que le convenció de lo contrario. Sin embargo, escribió Una cuestión personal, y ahora sabemos que laboró por la muerte de su propio hijo.

Después de todo, lo que Oé nos dice es bien sencillo: lo dicho, dicho está.

[Publicado originalmente en Hermano Cerdo, septiembre de 2010]

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