(publicado originalmente en babab.com y en el número 48 de 2003 de la revista Clarín)
En 1886 el novelista canario Benito Pérez Galdós publicaba la primera de las cuatro partes de su obra cumbre, Fortunata y Jacinta. Escritor prolífico y admirado, cultivó el teatro y la novela principalmente, además de una extensísima labor periodística en España y Latinoamérica. Incansable trabajador, republicano y atento observador de los más humildes, supo hacer de la vida literatura gracias a una manera única de acercarse a sus personajes hasta convertirlos en seres casi reales (célebre es la leyenda según la cual en su lecho de muerte solicitó los servicios del doctor Centeno). Sin embargo, pese a tanta escritura, su vida ha sido siempre poco conocida y ni siquiera cuando él mismo relata sus recuerdos resulta fácil penetrar en el espíritu de quien mejor supo en su siglo profundizar en las almas ajenas. Es, tal vez, la figura más importante de nuestras letras junto a Cervantes y, por ello, no hace falta excusa alguna para visitar la tumba del escritor, enterrado en Madrid, ciudad que amó y en la que ambientó la mayoría de sus obras.
NUESTRA INCURIA
Es posible que peque uno de ingenuo y, a estas alturas, todavía se sorprenda por la desidia de los organismos públicos a la hora de recordar a algunos de nuestros más ilustres hombres. Y sin duda Benito Pérez Galdós lo es. Él mismo, a raíz de un viaje en septiembre de 1889 a Inglaterra que le llevó a visitar la tumba (en lo que él consideraba un peregrinaje a “esa Jerusalén literaria”) de su admiradísimo Shakespeare, se quejaba de que en España difícilmente podríamos encontrar los restos de nuestros grandes artistas, pues “nuestra incuria no nos permite vanagloriarnos de esto, y aunque sabemos que los huesos de Cervantes yacen en las Trinitarias, y en Santiago los de Velázquez, no podemos separarlos de los demás vestigios que contiene la fosa común”. Bien es verdad que Shakespeare, contrariamente al caso de Cervantes, gozó en vida del elogio de sus contemporáneos, quienes se cuidaron por lo tanto de preservar a buen recaudo sus huesos. Pero igual de cierto es que Galdós tuvo el aplauso de su tiempo, sobre todo en Madrid. Hombres como Menéndez Pelayo dedicaron párrafos entusiastas a su obra, o políticos como Antonio Maura lloraron su muerte, por no hablar de los elogiosos comentarios de Pérez de Ayala u Ortega y Gasset.
En su voluminosa biografía sobre el escritor, Ortiz-Armengol nos cuenta cómo se llegó a pedir que se enterrara a Galdós en la Plaza Mayor de Madrid, o cómo el rey Alfonso XIII quiso atribuirle honores de capitán general con mando en plaza. Eso por no hablar de las miles de personas (probablemente unas 30.000, también según Ortiz-Armengol) que desfilaron por la capilla ardiente del escritor y de la multitud que, al paso del cortejo, se congregó en la Puerta del Sol. Por inconcebible que parezca a ciudadanos de nuestro tiempo, las clases populares siguieron el séquito por toda la calle Alcalá y un gran número de madrileños llegó a pie hasta el cementerio de La Almudena. Los balcones se llenaron de crespones negros e incluso se produjeron escenas hoy día inauditas. No nos referimos sólo a las flores y lágrimas vertidas por la actriz Margarita Xirgu al paso de la comitiva por el Hotel París, en el que se alojaba, sino también el intento de las juventudes socialistas por hacerse con el control de la carroza fúnebre.
Todo esto viene al caso porque, más de cien años después de que Galdós escribiera su frase, parece que aún hoy en España “nuestra incuria no nos permite vanagloriarnos” de los enterramientos dispensados a nuestros más amados artistias. Los restos de Benito Pérez Galdós (1843-1920), por expreso deseo, reposan en el cementerio de La Almudena de Madrid, en la tumba común de las familias Hurtado de Mendoza y Pérez Galdós, donde desde 1892 a 1980 se ha venido dando tierra a diferentes miembros. No piense, sin embargo, quien esto lea, que monumento o placa alguna indica al visitante el emplazamiento de dicha sepultura. Si ingenuamente se solicita un plano del enorme camposanto, tampoco se encontrará en él indicación cualquiera.
GALDÓS Y MADRID
De sobra es conocido el amor de Galdós hacia Madrid. Canario de nacimiento, el 30 de septiembre de 1862 el joven Benito llegaba a la capital con la intención de cursar los estudios de Derecho. Algo que sólo pudo hacer a trancas y barrancas, y es que bien pronto descubriría que las calles de ese pueblo abigarrado encerraban muchas más enseñanzas que las aulas de la Universidad Central, donde “me distinguí por los frecuentes novillos que hacía”. Fue tal el apasionamiento de Galdós hacia esta ciudad que jamás volvería a su tierra natal. De hecho, cuando Galdós, ya anciano y completamente ciego, accede a la petición de La esfera para publicar sus recuerdos bajo el título de Memorias de un desmemoriado, lo hará comenzando por su llegada a la Corte. Se trata de una serie de artículos conmovedores, sobre todo en aquellos pasajes en los que Galdós evoca sus paseos por un Madrid al que la ceguera le impide volver a mirar. Fue sin duda su gran amor, y desde luego el único que hizo público (y eso que Gregorio Marañón, amigo íntimo del literato, lo calificara en su momento como “gran mujeriego”).
En aquella segunda mitad del siglo XIX, como reflejaría en toda su obra, era Madrid un hervidero de revoluciones efímeras no exento, pues ahí seguían los restos del Imperio, de sentimiento patriótico (La Fontana de oro); era un Madrid provinciano y beato (Tormento), a la zaga distante de los avances ingleses, un epígono paleto de la moda del otro lado de los Pirineos. La fatuidad, sin embargo, de su habitantes, convertía a la ciudad en un mosaico de falsas apariencias (La de Bringas), sus teatros se llenaban de damas encopetadas con remiendos milagrosamente apañados (La desheredada), de caballeros que mantenían a sus concubinas a costa de deudas de las que se enriquecían los usureros (la serie de Torquemada). Un Madrid de pordioseros (Misericordia), de flamencos y toros, de cesantes en la cola infinita de la burocracia (Miau). Aquella ciudad era un baile de máscaras que exigía un gran hombre para retratarla y dejarla a la posteridad. Un hombre, como Galdós, deslumbrado por la Comedia humana de Balzac, a quien descubrió en su primer viaje de 1867 a París. Sin miedo a exagerar, se puede decir que la segunda mitad del siglo XIX en España, en concreto en Madrid, se conoce en sus intimidades básicamente por Benito Pérez Galdós, quien no contento con el reflejo de esas intrahistorias se lanzó también a la labor titánica de sus 26 Episodios Nacionales.
Es Galdós, después de Lope de Vega, nuestro autor más prolífico. Pero todas sus novelas madrileñas habrían de resumirse en una obra magna, Fortunata y Jacinta, para muchos la mejor novela española junto al Quijote. Todavía hoy, no obstante, se puede leer que se trata de una obra costumbrista y folletinesca, que es más o menos lo que dieron en propagar (y posteriormente repetiría la crítica progresista del posfranquismo), hambrientas de vanguardismo, las nuevas generaciones finiseculares encabezadas por Valle-Inclán y cuyos miembros -excepto en el caso de Unamuno- no dedicaron una sola línea a su muerte. Fortunata y Jacinta refleja al completo (hasta el extremo de narrar la vida en un convento de clausura de Las Micaelas) el Madrid retratado en mosaicos en todas las demás novelas. Pero, como siempre, Galdós no cae en el costumbrismo, pues la vida de su personajes está inmersa en los avatares históricos de aquella España polvorienta que comenzaba a despertar. Es la novela de plenitud de su autor, donde se conjugan Balzac, Dickens, Cervantes y ya se da la introspección psicológica que más adelante admiraría en Tolstoi.
Madrid, esa ciudad que hoy no señala el lugar de su enterramiento, crecía a las orillas del Rastro de manera desordenada, mientras que hacia las afueras, en lo que hoy es el barrio de Cuatro Caminos, se violaban las ordenanzas municipales para sobrepasar con creces el recinto de la antigua muralla. En los márgenes del Retiro, a impulsos del Marqués de Salamanca, se construía el barrio burgués por excelencia, en el que el propio Galdós llegaría a residir. Pero sobre todo es la zona que abarca de Chamberí a la calle Toledo en la que tropezamos con el inmenso repertorio de personajes galdosianos. Allí nos topamos con la perfecta burguesa, Jacinta, resignada a las calaveradas de su marido Juanito Santa Cruz, al que la humilde Fortunata, sin educación además de ingenua y por eso fácilmente corrompible, profesa un amor casi sobrehumano. Por allí aparecen la moda europea en las sombrererías de la Plaza Mayor y la calle de Toledo, el orden y la modernidad ingleses añorados por Moreno Isla, los contrastes de una ciudad que pasa de la opulencia de los soportales de la Plaza Mayor a la miseria de las corralas del Rastro, todo ello en un trecho de línea recta, como describiría más tarde Barea en La forja de un rebelde.
En Fortunata y Jacinta se desvela el alma humana porque la grandeza de su autor consigue crear un argumento que atañe a personajes de todas las condiciones. Las pasiones humanas se desnudan en la complementariedad entre Fortunata y Jacinta -sin ser conscientes, cada una de ellas redimirá a la otra-, entre Santa Cruz y Maximiliano, entre la prostitución de Fortunata y su reclusión conventual o entre su vida disoluta y la mentalidad práctica del coronel retirado que, ya senil, adopta a la joven protagonista. Galdós no tiene interés en reflejar las costumbres de un pueblo al que ha analizado exhaustivamente, sino el afán de que ese pueblo, a través de sus costumbres, refleje los avatares históricos de una nación, los conflictos de una sociedad, los pesares y las alegrías del más mísero y del más pudiente. Galdós, como Zola, no hace historia para explicar al ser humano, sino que explica al ser humano para hacer historia. Eso, que es la misma esencia del Quijote, es que lo que convierte a Fortunata y Jacinta en una obra desbordante. Literatura pura que, en el caso de Galdós, equivale a decir vida pura.
NUESTRA ÉPOCA
En enero de 1919 se inauguró en el Retiro madrileño el monumento sedente de Galdós, obra de Victorio Macho. El escritor, al que le quedaba tan sólo un año de vida, asistió al acto devastado por la arteriosclerosis y la ceguera. Hizo que le subieran al plinto del monumento -tal y como cuenta Sainz de Robles en una antología de Recuerdos y Memorias de Galdós-. La imagen tuvo que ser dolorosamente emocionante. El anciano, lentamente, pasó su mano por aquella piedra que le representaba para la posteridad, como si quisiera recordar al tacto su propio ser que ya no le era dado contemplar con la mirada.
En la madrugada del 3 al 4 de enero de 1920 Galdós emitió el último grito de su agonía. Se incorporó del lecho y se llevó las manos a la garganta, como si se ahogara. Después expiró sobre la almohada. En este año de 2003, transcurridos ya más de 115 años desde que la editora madrileña La Guirnalda publicara del primer tomo de Fortunata y Jacinta, hemos querido rendir tributo al escritor visitando su enterramiento.
Por una de las puertas laterales del cementerio de La Almudena, justo enfrente del civil, se accede a una de las manzanas más apartadas y umbrías del camposanto. No hay que andar mucho para llegar al espacio común de la familia Hurtado de Mendoza y Pérez Galdós, pero seguramente el visitante despreocupado caminará más de la cuenta. Ya lo hemos dicho, nada señala el emplazamiento. En uno de esos paseos a los que apenas llega la luz del sol, rodeadas de majestuosos panteones, dos lápidas ennegrecidas a pie de suelo sepultan los restos del escritor. Una de ella aún no alberga cuerpo alguno, y en la otra se leen los nombres de los finados. Cuesta hacerlo, pues están grabados tímidamente sobre la oscura piedra. El crítico literario Antonio Jiménez Morato acompañó en esa visita a quien esto firma, sin que, en una primera tentativa, lográsemos encontrar las lápidas. Ni siquiera el galdosiano Andrés Trapiello, a quien hubimos de telefonear desesperadamente, supo darnos cuenta de la ubicación exacta. Quiso la suerte que un guardia jurado, algo así como los serenos de la época de Galdós, recordara el lugar preciso. Habíamos pasado cien veces por él y no fue hasta que el guardia, ante nuestra incredulidad, nos obligara a leer los borrosos títulos que pudimos dar crédito a su palabras. Allí descansaban los restos del escritor Benito Pérez Galdós. Allí nació este homenaje que no es sino un estilete con el que grabar más a fondo las viejas letras de su sepultura.