freud-en-su-tiempo-y-en-el-nuestro_opt«Freud era un patriarca que obró con un talento incomparable para deconstruir el patriarcado. Escribió para poner fin a la forma de autoridad que él mismo encarnaba y aprovechaba». Es una cita de Mark Edmundson que  recoge hacia el final de su recienteFreud en su tiempo y en el nuestro, y que resume acertadamente una de las mayores contradicciones que determinan la figura del creador del psicoanálisis.

La homosexualidad es perfectamente natural, la histeria es una enfermedad directamente ligada a la represión patriarcal, el despertar sexual comienza en la infancia, la personalidad no se desarrolla hasta que no matamos al padre, al líder, al maestro, a la autoridad, familiar, religiosa o política. En definitiva, el psiconálisis le desveló que todo aquello en lo que se cimentaba su propia felicidad y posición solo era posible mediante la más flagrante injusticia social. Y su genio le hizo defenderlo así hasta el final de sus días, en un tiempo y un lugar, y dada su propia notoriedad, en el que semejante actitud solo se puede calificar de revolucionaria. Sí, así lo defendió siempre, pero nunca lo aceptó.

Freud, como revela Roudinesco, fue lo suficientemente lúcido para aceptar que se contradecía a sí mismo, pero que sus propias resistencias le llevaban a aferrarse a todo aquello de lo que conseguía librar a sus pacientes. Sabía sin querer saber, incluso cuando mirar hacia otro lado exigía dotes heroicas. Nunca negó que su hija preferida, Anna, fuera homosexual, entre otros motivos porque él mismo la había analizado en dos períodos diferentes, pero tampoco lo admitió, si bien revisó de inmediato su teoría según la cual el lesbianismo provenía de un odio al padre nunca superado.

Del mismo modo, al tiempo que, tras analizarse en su diván, muchas de sus pacientes se convertían en notorias feministas, segregó claramente la educación de su prole. Excepto en el caso de Anna, nacida mucho después que el resto de sus hermanos, educó a sus hijas, a las que por otro lado no privó del acceso a la cultura, para el matrimonio y las labores domésticas. Aceptó resignado, pero sin expresar oposición alguna, que sus nietas compartieran aspiraciones profesionales y sociales con los hombres. El patriarca, en efecto, había contribuido con su método a la liberación de las mujeres por la vía de la propia conciencia, justo donde el patriarcado mejor había erigido su fortaleza.

Freud es sin duda el pensador que más admiro. Lo primero que hice al terminar mis estudios universitarios fue renunciar a mi trabajo en una editorial, comprarme un billete de tren y recorrer durante un mes y medio las principales capitales europeas, casi siempre solo. Así llegué a Viena con la intención principal de visitar la Bergstrasse 19, la casa donde Freud reinaba sobre su clan y sus discípulos hasta que el terror nazi la hizo suya. Roudinesco, en las páginas más conmovedoras de su biografía, relata la agónica huida de un anciano y enfermo Freud, que acompañado de todos a quienes pudo salvar con la parte de su fortuna que logró esconder a los nazis, consigue llegar a Londres, donde moriría dieciocho meses más tarde, deshecho ya por el cáncer.

Hace casi veinte años de esa visita, de la que aún conservo una postal donde Freud, ya anciano, repasa unos papeles en su escritorio mientras uno de sus chow chow mira a la cámara. Solo tengo que levantar la vista de esta pantalla para ver esa postal. A pesar de todos estos años, mi admiración por Freud no ha hecho más que aumentar, aunque en realidad lo debería decir de otra manera: mi admiración por la obra de Freud.

La lectura de Freud, a la que tuve acceso muy joven gracias a mi padre, fue una de esas revelaciones que nos convierten en lo que somos, incluso antes de que podamos nombrarlo. Si puedo decir, por ejemplo, que un libro de biología y antropología como La ayuda mutua, de su contemporáneo Kropotkin, que leí por la misma época, me volvió un inconformista hacia toda forma de poder -aun sin estar seguro de cómo llamar a ese sentimiento-, Freud sembró en mí la semilla del feminismo. Esa semilla, con muchas y graves malformaciones, evidentemente hubo de germinar en múltiples lecturas y prácticas que la corregían, aunque fue otra freudiana, Judith Butler, la que sin duda alguna la hizo florecer.

Son pocos los autores de juventud que nos siguen acompañando y, de hecho, apenas nos reconocemos en los mismos entusiasmos que a los veinte años. Quizás, si fueron un punto de partida, los acabamos superando con otros aprendizajes. Yo sigo leyendo a Galdós, por ejemplo, cuyo retrato, también acompañado de su perro, me mira desde muy cerca del de Freud. Es asombroso, me digo, cómo nuestra mirada sobre el mundo, la política o la literatura puede cambiar tanto, pero conservar aún el mismo arrobo frente a ciertas lecturas. La propia Roudinesco cuenta que ante la tumba profanada de Freud en Londres se dijo que todavía era el pensador más grande de nuestro tiempo, no solo del suyo.

Y es cierto, Freud mantiene su vigencia en lo fundamental. No podemos entender eso que ahora llamamos «subjetividad» sin muchos de sus grandes descubrimientos, pese a que constantemente los debamos resignificar, contextualizar o actualizar: el inconsciente, el deseo, la represión, la libido. Si Freud, en buena medida, fue ajeno a la realidad social que rodeaba su círculo privilegiado, gracias a otros autores, sobre todo a Deleuze y Guattari, quienes mejor supieron suplir ese vacío, hoy el psicoanálisis nos sigue sirviendo para comprender no tanto quiénes somos, sino qué estratos han ido sedimentando hasta conformar esa superficie con la que encaramos el mundo.

Más allá de la ortodoxia, del diván o de la libre asociación de ideas, el psicoanálisis, en cualquiera de sus modalidades, sigue fascinando por lo mismo que lo hizo en su día: la cura por la palabra. De ese modo, podemos decir que la revolución freudiana consistió en devolver el lenguaje a quienes estaban privados de él, a quienes hoy llamaríamos sujetos «subalternos», si bien en su época, al menos hasta los traumas de la Gran Guerra, solo estaba al alcance de las clases pudientes. Por eso, Freud soñaba con asociaciones psicoanalíticas que pudiera extender su creación a todo el conjunto de la sociedad.

No ha sido así. La «contrarrevolución» psicológica, con el conductismo y los currículos académicos devolviéndonos a una concepción cuasi mecánica de la mente, ha contribuido al desconocimiento y la parodia. Sin embargo, aunque una nunca haya estado, como Roudinesco, frente a las cenizas de Freud, le vale con alzar la mirada hasta la postal que trajo de Viena y reconocer que sí, que en efecto sigue siendo el gran pensador de nuestro tiempo.

[Publicado originalmente en Hermano Cerdo]