
[Hace más de 13 años, tras varias visitas a Nápoles, escribí para una publicación ya extinta este reportaje. He vuelto en varias ocasiones, la última hace tan solo unos días, y me sigue fascinando del mismo modo, así que tengo una buena excusa para recuperar ese viejo reportaje]
Según cierta teoría jamás formulada Europa estaría dividida por un eje que la atravesaría de Este a Oeste y que vendría a coincidir con el paralelo 43. Este paralelo, que corta por los Pirineos, establecería la frontera entre lo que podríamos considerar la Europa septentrional y la meridional. Se trata de un modo jocoso de dar una explicación «empírica» al hecho indubitable de que se asemejan más en el carácter un español y un griego -ambos meridionales- que, por ejemplo, un español y un francés, a pesar de la disparidad en las distancias. Se podría afinar más: una napolitano y un manchego tienen más similitudes que un napolitano y un milanés, y es que ciudades como Milán o Florencia quedan al norte del mencionado paralelo, que en el país italiano corta a la altura de la ciudad de Ancona. A pesar de lo que tiene de boutade esta afirmación no deja de ser cierto que todo aquel meridional que recorre Italia y llega a Nápoles siente, quizá por primera y única vez en su viaje, que está en casa.
Dicen que de un lustro a esta parte la ciudad ha cambiando notablemente y que lo que antes representaba Nápoles se encuentra hoy, sobre todo, en Palermo, la principal ciudad de Sicilia. Pero es cierto sólo a medias, porque a Palermo le falta el bullicio de esta ciudad superpoblada. Aun así, conviene preguntarse qué es eso que caracteriza a Nápoles. Por supuesto son muchos los factores, algunos de los cuales se irán desentrañando aquí, pero todos ellos cabría resumirlos e una sola idea: Nápoles se niega a ser «europeizada», en el mal sentido de la palabra. En su novela La balsa de piedra, José Saramago desgajaba la Península Ibérica del resto del continente. De este modo España y Portugal descubrían las raíces comunes que unen a los dos países y que, en esta Europa que tiende a la uniformización según patrones centroeuropeos o nórdicos, corrían el riesgo de olvidarse. Es una metáfora que podríamos extender a toda la Europa del Sur, ya que hablamos de un temor legítimo, el de anular la propia idiosincrasia, contra el que se revelan ciudades de solera y arraigadas tradiciones, como Lisboa o Nápoles, por otro lado europeas y cosmopolitas. Si en algo fascinan estas dos ciudades es precisamente en que en ellas vive más que en ninguna otra gran ciudad latina un mundo propio y tradicional, tan genuino que no se desvanece, pero que al mismo tiempo abre sus puertas a la modernidad y la acoge sin complejos.

Algunos napolitanos, sin embargo, temen que su modo de vida más propio se lo roben los políticos a base de decretos. Y no es de extrañar si se tienen en cuenta las ideas del presidente Berlusconi para convertir el país en una gran multinacional, objetivo para el que no duda en aliarse con el neofascista Bossi, que sin pelos en la lengua considera a napolitanos, sicilianos y meridionales en general («terroni», es la designación despectiva) poco menos que seres humano de segunda clase, por mucho que su amantísima esposa sea ella misma siciliana. Lo cierto es que las diferencias entre Norte y Sur en Italia son asombrosas aún hoy día. La sensación es absolutamente la de cambiar de país, si no fuera por la lengua, que por otro lado, obviando los dialectos locales, no es siempre la misma. Sirva como ejemplo de este contraste la ciudad de Bolzano, que goza del nivel de vida más alto de Italia y donde, como en el resto de la región trentina alta, el alemán es lengua cooficial. Su población, que en buena parte es de origen austriaco, puede cursar sus estudios académicos en Viena sin ocupar plaza de extranjero merced a un acuerdo con el país vecino. Esas enormes diferencias económicas, lingüísticas y tradicionales suponen de por sí, y objetivamente, una diversidad que enriquece el país, si bien la Liga Norte de Bossi las enarbola como un arma de xenofobia. La verdad histórica es que el Norte ha sido construido por los meridionales, y muchos de ellos de Nápoles. Tan cierto como que la emigración de napolitanos y sicilianos al norte del país es emblemática y queda simbolizada en célebre tren Palermo-Milán. Culpable de ello es, casi en exclusiva, la dominación española que desde finales del siglo XIII -primero mediante la Corona de Aragón- hasta la unificación italiana se prolongó con breves interrupciones en el Reino de Nápoles, luego llamado de las dos Sicilias al unírsele el archipiélago en siglo XVIII. Cuando los austriacos se hicieron con el poder de las dos Sicilias, sin que llegaran a mejorar sustancialmente la calidad de vida de su súbditos, se encontraron un país devastado por la miseria y la incultura, sumido en el mayor de los atrasos y al que la Corana española había considerado siempre como un feudo para segundones y advenedizos ambiciosos.
Las huellas de la dominación española no se aprecian sólo en las arquitectura de la ciudad, sino en el propio dialecto napolitano, que conserva un sinnúmero de rasgos propios de las lenguas portuguesa y española, así como en algunas tradiciones, que van cayendo en desuso, como la de la Noche de Reyes Magos, que en el resto de Italia no tiene lugar. Y es que son quizás las Navidades la festividad donde más sale a relucir el carácter napolitano. En las Navidades se entreveran en perfecta armonía el bullicio, la gastronomía, la religión y el contrabando.
EL BULLICIO
El mejor ejemplo de jaleo se encuentra en el centro histórico, con Spaccanapoli (Partenápoles) como arteria principal. Se trata de una recta que divide la planta de la ciudad greco-romana. Es aquí donde encontramos el Nápoles fascinante: el Nápoles follonero, caótico, el Nápoles de los tirones, de los gritos de acera en acera, de las cestas lanzadas desde las ventanas para que los panaderos ponga en ellas la hogaza, de las tiendas metidas en un rincón de un edificio, de los conductores más avezados del mundo, que se manejan por una geografía imposible repleta de marchas atrás, sentidos únicos y angosturas más que justas. Es el Nápoles de las plazas siempre concurridas y las orquestas de barrio actuando en todas ellas, porque la música está siempre presente en una ciudad donde hay verdaderas estrellas locales de la canción napolitana -tan parecida en el sentimiento al fado portugués- que ni siquiera han grabado un disco a escala nacional. Es el Nápoles que hoy día, en un fenómeno reciente, está siendo visitado por los turistas que ocupan los nuevos hoteles de la Via Caracciolo y que oyen admirados cómo no sólo la ciudad es lo que ven, sino que a causa del tufo -la piedra volcánica de la que están construidas sus calles- el subsuelo está hueco y recorrido por subterráneos que, según cuentan, han sido testigos de numerosos episodios del ya mítico, y hoy cambiante, contrabando de Nápoles.
Es aquí también donde encontramos las incontables iglesias, los mercados al aire libre, los edificios de estructuras imposibles que pueden albergar al mismo tiempo viviendas particulares y un teatro público, porque el centro es un verdadero dédalo de rincones imprevisibles y verdaderas sorpresas en los interiores de las numerosas construcciones borbónicas. De hecho el esplendor de la ciudad se alcanzó con Carlos VII, que entre otros de sus apelativos tuvo el de El rey arquitecto, y al que los napolitanos lloraron amargamente cuando hubo de partir en 1759 para ocupar el trono español como Carlos III. Fue quizás el único soberano que amó sinceramente a este pueblo, pero se ve que iba con él, porque en Madrid, el rey ilustrado dejó también su huella, entre otras motivos gracias a que se trajo al siciliano Sabatini.
Circulan en ese laberinto los motorinos y los furgoncinos, que son especies de motocicletas con un remolque idóneo para los pequeños transportes a domicilio de las fruterías. Ya lo habíamos dicho, la gastronomía es otra cualidad inherente a esta ciudad.
LA GASTRONOMÍA
El estudio serio de la riqueza culinaria de la región se lo dejamos a los especialistas, pues aquí sólo queremos dejar constancia de la querencia que todo buen napolitano desarrolla hacia el cibo. Por continuar con la Navidad como paradigma de las costumbres, cabe destacar la víspera de fin de año, cuando las calles del centro histórico se ven inundadas por los cajones de lo pescadores, que salen a vender las últimas existencias a precio rebajado: la tradición marca que en fin de año se ha de cenar pescado, como no podía ser de otro modo en una ciudad mediterránea. Por supuesto el resto del año es la pizza el plato más presente en Nápoles. Aquí se inventó y algunas de sus pizzerías son verdaderos centros de peregrinaje. Es el caso de la antiquísima Michele a forcella, al pie del Barrio español, donde en fechas señaladas se forman colas de varias horas. Sólo sirven dos clases de pizza: Marinara, que es la original y está elaborada con aceite, tomate, ajo y romero; y la Margherita, que los napolitanos llamaron así en recuerdo de la reina Margarita de Saboya, quien quedó entusiasmada con esta pizza ideada especialmente para ella en una visita a la ciudad en 1889. Aún reciente la unificación italiana, la pizza fue preparada por Rafaelle Esposito con ingredientes que semejaran la bandera italiana (que por cierto la diseñó Napoleón cambiando la franja azul de la francesa por el verde, su color preferido): el rojo del tomate, el blanco de la mozzarella y el verde de la albahaca.
En cuanto a la pasta sería imposible enumerar la diversidad de modos para prepararla, pues cada familia cuenta con sus propias recetas. Además todas las festividades tienen su plato tradicional, desde la de Carnaval a la de Semana Santa, cuyo postre más célebre es la pastiera, que es el bizcocho típico y exclusivo de Nápoles para la Pascua y que no desmerece de la sfogliatella, el dulce típico por antonomasia, como se puede comprobar en el antiquísimo Pindauro, en Via Roma.
Un modo para hacerse una idea de la riqueza de esta cocina es visitar cualquiera de las abundante trattorias, con sus mesas distribuidas en absoluto desorden y los manteles de papel. Pero el café no se debe tomar en las trattorias, porque el napolitano es maniático para el café y sabe dónde lo sirven mejor. Así que son frecuentes los diminutos establecimientos encajonados en cualquier hueco y en los que nunca falta un retrato del actor Totó, protagonista de tantas comedias ya clásicas sobre emigrantes napolitanos en el norte del país. En esos zaquizamíes hace un alto el napolitano para tomar de pie y aprisa un expreso antes de continuar el camino. Y sin embargo, el ritmo de la ciudad no es un ritmo frenético. El napolitano no se contenta con saludar de pasada a un conocido que se encuentre casualmente. El napolitano se detiene y siempre, sea hombre o mujer, saluda con dos besos e intercambia alguna frase. Porque Nápoles, que es la ciudad de la falsificación -valga como anécdota que es el primer lugar donde se ha encontrado un euro falso- no es una ciudad de impostura. Es tan sincera que construye sus propios santos, independientemente de que estén o no reconocidos por la curia. Ya lo habíamos dicho, la religión, con su inevitable componente supersticioso, es otra de las características de esta ciudad.
LA RELIGIÓN
abrá el lector excusar el tono un tanto chocarrero de este título de «Religión», sobre todo cuando ya se ha dejado caer anteriormente que uno de los santos locales no es otro que el actor Totó. De san Gennaro, el patrón de la ciudad -que también cuenta con su dulce típico-, es mucho lo que se ha hablado. El milagro de la licuación de la sangre del santo se produce cada 19 de septiembre y todo el que quiera pude acercarse a contemplarlo en la catedral, donde un grupo de plañideras increpa al santo si la sangre contenida en la ampolla no se licua rápidamente, pero, indulgentes al fin y al cabo, también lo animan al grito de guapone. Si el milagro deja de producirse un año la ciudad, dicen, perderá la protección del santo. De hecho en 1944 el milagro no tuvo lugar y fue éste el año en que se produjo la última erupción del omnipresente Vesubio, uno de los tres volcanes activos del país y que como una amenaza se divisa desde todos los puntos de la ciudad. Aun así se erigió una estatua del santo en el lugar donde la lava se detuvo, dejando el casco urbano prácticamente indemne.
Se ha elaborado un sinfín de teorías para explicar el milagro de la sangre. Por ejemplo, se ha dicho que el líquido que contiene la ampolla es, en realidad, semen de ballena, pues parece que el esperma del cetáceo sufre una reacción similar por las misma fechas, y teniendo en cuenta la calidad portuaria de la ciudad se establecen diferentes hipótesis. Se ha hablado también del fenómeno de la tixotropia, según el cual ciertos líquidos, como la salsa ketchup sin ir más lejos, con las vibraciones pasan de un estado más o menos sólido o espeso a otro líquido. Lo mejor es no investigar más. ¿Para qué? Sólo explicar la vida del santo, si es que realmente existió, y el origen de la reliquia es todo un cúmulo de contradicciones e incoherencias. Además, no es la ampolla de la sangre la única reliquia de santo expuesta en la ciudad. En pleno centro histórico, en la Via S. Biagio dei Librai, se encuentra uno de los numerosos comercios de tómbolas napolitanas -una especie de bingo que se juega en todas las familias por Navidad- y belenes -creación ésta autóctona que se desarrolló casi al mismo tiempo que empezó la ocupación española y que sería importado por la Península-. En la fachada de dicho establecimiento se ha dispuesto un altarcillo con un pelo, uno solo, del otro santo local: Maradona. Completa el relicario un frasco con lágrimas de los aficionados que lloraron cuando el Nápoles del Pelusa consiguió su primer torneo. Fueron dos y en los años en que el desempleo, la droga y la delincuencia tenían subyugada a la ciudad. Así que esos dos campeonatos fueron otro milagro. Hay quien dice que si el Che Guevara es tan popular entre los napolitanos se debe ni más ni menos al tatuaje con la figura del guerrillero que lucía Maradona.
La superstición, o como queramos llamarla, llega incluso a ámbitos institucionales. Cerca del barrio residencial de Posillipo, donde se encuentran verdaderas mansiones construidas en las posguerra, se ubica la pequeña playa de Caiolo. Su peculiaridad más llamativa es el estado de abandono en que se encuentra -a pocos metros de la orilla y elevada sobre un promontorio rocoso- una preciosa casa de piedra. Es la Casa degli spiriti, que según el acervo popular trae mala suerte a quien la adquiera. Y debe de ser cierto, porque si bien es verdad que el Ayuntamiento se ha visto obligado a comprarla con la intención de evitar la ruina total, aún no se ha decidido a llevar a cabo ninguno de los posibles proyectos, que iban desde un restaurante a un museo de ciencias marinas. La casa de los espíritus se cae poco a poco y nadie se atreve a hacer nada para remediarlo.
EL CONTRABANDO
No hacen faltas leyendas sobre galerías subterráneas para ver el contrabando. Nápoles tiene uno de los inviernos más benévolos de Europa, hasta el punto de que no es extraño acercarse a los veinte grados en los meses más fríos. Además el pueblo de Nápoles es echado a la calle, y en sus plazas atestadas, por las noches y a la puerta de los bares, corre el tráfico.
El contrabando lo introdujo la Camorra, y las autoridades, conscientes de que esta economía irregular creaba numerosos puestos de trabajo, miró hacia otro lado cuando convenía. Hasta hace sólo un par de años la mayoría del tabaco que se fumaba en Nápoles provenía de los talleres clandestinos y se vendía con total impunidad por las calles e incluso en las tiendas. Ya se ha dicho cómo aún perdura la costumbre de lanzar la cesta para que el tendero ponga en ella la compra y luego izarla. Antes se introducía también en la cesta el paquete de Marlboro fabricado en el barrio. Con las prendas de vestir de imitación se podría decir lo mismo. Y ya que habíamos dicho que es en la Navidad donde mejor se conjugan las características napolitanas conviene hablar de los fuegos de artificio y su contrabando.
Es quizás la tradición de la que más se enorgullece el pueblo napolitano y la más comentada en el resto de Italia. No es para menos: en Nochevieja, a las doce, en la ciudad estallan al mismo tiempo miles de cohetes que convierten las calles en un escenario bélico. El estruendo es espectacular y el bombardeo continuo. El Ayuntamiento, alarmado por los cuantiosos heridos que cada año se producen, se ha embarcado en una campaña contra este desenfreno: envía mensajes a los móviles de los ciudadanos, saca anuncios en los periódicos y en la televisión local para convencer a los napolitanos de que sean comedidos en la compra de fuegos y de que sólo la realicen en establecimientos autorizados. La preocupación está justificada, no ya sólo por los accidentes mencionados, sino por el extremismo de algunos ciudadanos a los que, en ocasiones, se les ha detenido porque portaban, ni más ni menos, que verdaderas granadas de mano. Pero el Ayuntamiento tampoco parece predicar con el ejemplo y él mismo hace estallar desde la Plaza del Castel del Ovo todos los años lo que denominan «bomba-Maradona». Incluso en la Nochevieja de 2001 a 2002 tuvo la humorada de hacer estallar otra: la bomba Bin Laden. De cualquier modo la medida más efectiva para acabar con la compra masiva de fuegos de artificio fue atacar el contrabando de los mismos, así que ahora, en la Plaza del Mercado, se representa una pantomima curiosa. Allí acuden los napolitanos más respetables para comprar en los diferentes puestos los fuegos que, sacándolos de debajo de las mesas, se venden a ritmo frenético hasta que aparecen los furgones de la policía. Entonces todos los puestos cierran, los agentes se fuman un cigarro, conversan un poco y desaparecen unos minutos, los suficientes para que vuelvan a abrir todos los puestos y se repita la operación. Pero la Camorra no se conforma sólo con esto.
La impresionante especulación que la ciudad ha sufrido con el suelo es en buena parte producto de la corrupción y los sobornos, y en muchos casos la Camorra andaba por medio. De los años sesenta a esta parte el crecimiento de la ciudad es impresionante, y ha sido realizado sin plan urbanístico alguno, como reflejó magistralmente F. Rossi en su película Las manos sobre la ciudad. El tráfico de heroína tampoco tardó en llegar y hoy día está más presente de lo que muchos podrían suponer. No es extraño encontrar callejones repletos de jeringuillas usadas y su consumo está extendido incluso en ambientes no necesariamente marginales.
Todo ello conforma la cotidianeidad de esta desordenada ciudad, probablemente la más hermosa y llena de vida de toda Italia y, desde luego, la que goza de uno de los centros históricos más hechizantes de Europa, porque en él no sólo es la arquitectura lo que debe ser calificada de histórica, sino la propia rutina de sus calles. Nápoles es mucho más, pero eso sólo lo pueden saber los napolitanos, que quieren aferrase a su idiosincrasia en estos tiempos de veloces cambios. Y la ciudad cambia, y en muchos aspectos es para mejor, por muchas quejas que se oigan. La Plaza del Gesù, estandarte de las noches de jarana y peligros de otrora, es hoy una plaza recoleta y tranquila; la basura se almacena en contenedores, aunque todavía se encuentran bolsas acumuladas o desperdigadas y en los barrios cercanos a la estación central de trenes subsiste el hábito de lanzarlas despreocupadamente a la calle desde las ventanas con el breve aviso de un grito rutinario. Los tranvías cuentan ahora con las visitas de los revisores para corregir la «costumbre» de no pagar el pasaje; se ha intentado mejorar el tráfico en la medida de lo posible y se multa con frecuencia a quien aparque de cualquier modo. Desde este año, como en el resto del país, ya no se permite fumar en ningún comercio donde se sirva comida, y esto tiene indignada a gran parte de la población. Y se quejan, claro, pero no se quejan tanto por los cambios concretos, sino por el miedo de que aquellos que dictan las normativas olviden un día, entre tanta legislación, que Nápoles no debe dejar de ser nunca una ciudad del sur del paralelo 43.